Cae la tarde del 29 de diciembre limpia y cálida en Costa Ballena mientras remontamos la calle del 12, bravísimo par 5 para los mortales. Voy cocinándome a fuego lento, embutido en un forro polar que no me quito porque no me da la gana y antes de llegar al green, que aparece suspendido entre palmeras y horizontes marinos, escuchamos el rumor de las olas.
Allí, de pie, paraditos sobre el tapete, estudiando perezosos la caída de un putt de birdie de dos metros. De birdie, sí. Porque está todo atado y bien atado para cerrar el año con un atracón de autoestima: le hemos pedido una tregua a los fieros y celosos guardianes del hándicap cero y jugamos en equipo, scramble de pe a pa.
Cae la tarde gaditana e irrepetible y no debiera yo atreverme a pedir ningún regalo más (el putt, por cierto, entró).
