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Ante todo mucha calma

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Tiger Woods.
Tiger Woods.

Me dirán que soy un poco hereje, pero me encantaría ver al santo Job plantado en el tee del 12 de Augusta National después de haber cometido sendos bogeys en los dos hoyos anteriores. O sabiendo que necesita hacer approach y putt desde 85 metros en el hoyo 13 del mismo recorrido para seguir aspirando al título (aunque en el Israel del Antiguo Testamento no se llevaran mucho las chaquetas verdes). O viendo cómo el putt decisivo, un corto compromiso para llevarse su primer grande, hacía un quiebro final para eludir su caída natural y se escapaba limando la parte derecha del hoyo. A todo eso, y a mucho más, se enfrentó Sergio García el año pasado en la jornada definitiva del Masters armado de una paciencia casi infinita, bien escoltada por su juego exquisito y por la habitual ración de garra. Este año llega con otra arma en su arsenal: todo eso ya lo ha vivido.

«Tengo una relación de amor-odio con el Masters. Lo amo cuando llego y lo odio cuando me voy»

En mi pueblo se dice que el pescar con caña requiere paciencia y maña, y lo mismo podría aplicarse, evidentemente, al golf, aunque la rima se vaya a hacer gárgaras. Es una afirmación de perogrullo, pero la paciencia es uno de los elementos imprescindibles que todo jugador de golf debe atesorar al afrontar un major. Las vertiginosas superficies verdes de los greens del Augusta National, flanqueadas todas de impecables flores, son capaces de desquiciar a cualquiera (bueno, a cualquiera que tenga la fortuna de disputar el torneo, ustedes me entienden), y a su dificultad se le suma la de los tubos arbolados que adornan un buen número de hoyos, o la de los pronunciados desniveles que encandilan o castigan, según sea la trayectoria que describan las bolas. Contra todo ello, paciencia, paciencia y más paciencia.

Justin Rose y Sergio García, durante el pasado Masters de Augusta.
Justin Rose y Sergio García, durante el pasado Masters de Augusta.

En su primera visita a Augusta, Seve Ballesteros llegaba con la paciencia justita. El as de Pedreña se presentaba en el Masters de 1977 con el swing cogido con alfileres después de haber pasado por el servicio militar, y se desguazó la espalda pegando cientos de bolas en la cancha de prácticas antes del torneo. Además, pensaba que la organización había sido injusta al «señalarlo» como posible favorito y emparejarlo con Jack Nicklaus durante las dos primeras jornadas, circunstancia que en absoluto le ayudó a tranquilizarse. Ballesteros superó por los pelos el corte y no le consoló que Nicklaus elogiara su «entusiasmo agresivo» y un «swing fluido» que le recordaba al suyo de joven, aunque durante el fin de semana remontó hasta la trigésimo tercera plaza y se diera cuenta de que acabaría enamorado de aquel campo.

Al hacer balance de su primer Masters, Jon Rahm también recordaba que debía ser paciente, y que era una lección que tenía pendiente en los grandes. «Hay que tener un extra de paciencia», escribía el de Barrika a corazón abierto. La paciencia sirve para asumir los reveses, para no buscar banderas vedadas y tentadoras, para esperar el momento adecuado. Luego el juego puede acompañar o no, pero la derrota no puede procurársela uno mismo siendo excesivamente ansioso.

También tendrá que hacer gala de paciencia un Tiger Woods que llega, a sus 41 años, con la ilusión del principiante, diez años después de anotarse su último major y trece desde su última chaqueta verde, despertando admiración y disparando las audiencias. Tendrá que saber contener toda la expectación que ha generado y canalizarla adecuadamente si pretende recuperar esa aura de invulnerabilidad a la que parecen inmunes los golfistas más jóvenes.

Aunque suene a charla de abuelo Cebolleta, lo cierto es que las nuevas generaciones no sabrán nunca el drama que suponía perderse para siempre una emisión, como nos sucedía a menudo en aquella España de las dos cadenas en las que el vídeo era un animal mitológico

Pero las exhibiciones de paciencia no se ciñen a lo que ocurra sobre el sagrado césped de Augusta. Al otro lado de la pantalla estaremos nosotros, los espectadores, después de demostrar que también hemos sido (más o menos) pacientes durante casi un año. Además, la tecnología es nuestra aliada y nos permitirá disfrutar de la retransmisión televisiva a través de distintos dispositivos o incluso unas horas después si no podemos verla en directo. Aunque suene a charla de abuelo Cebolleta, lo cierto es que las nuevas generaciones no sabrán nunca el drama que suponía perderse para siempre una emisión, como nos sucedía a menudo en aquella España de las dos cadenas en las que el vídeo era un animal mitológico. Si cualquier alteración en la rutina familiar —por ejemplo, la temida visita a la tía abuela Rufinita, que siempre te clavaba la barbilla al darte tu ración de besos— hacía que te perdieras el capítulo del domingo de Mazinger Z, nunca más lo veías. Un auténtico drama.

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«Tengo una relación de amor-odio con el Masters. Lo amo cuando llego y lo odio cuando me voy», dijo en cierta ocasión el estadounidense Paul Azinger, que nunca superó el quinto puesto en Augusta. Su frase, como salta a la vista, tiene dos interpretaciones (¿a Azinger le dolía que se acabara el torneo o simplemente lo aborrecía?), pero yo me voy a quedar con la más amable. Porque yo también odio cuando el Masters se acaba y me doy cuenta de que queda casi un año para que empiece el siguiente. Paciencia, una vez más.