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De genes y clones

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La oveja Dolly, el primer mamífero clonado de la historia.

“De padres gatos, hijos mininos” es la versión rural del célebre “de tal palo, tal astilla” que a tantos ámbitos se aplica, golf incluido. Como no se le escapa a nadie, las circunstancias de este deporte y su carácter social y familiar han favorecido la aparición de numerosas sagas a lo largo de su historia. Desde los Morris, padre e hijo, a los Park, Kirkwood, Boros, Turnesa, Geiberger, Haas y Love, pasando por nuestros Garrido, Cañizares y Ballesteros, por poner unos cuantos ejemplos a vuelapluma, son numerosas las genealogías por cuya sangre ha corrido o corre el golf. Pero cabría preguntarse hasta qué punto esa figura retórica, ideal para hilar el discurso en una columna como esta, es real. Es decir, si la “transmisión” del golf (o de las habilidades necesarias para dominarlo, como la coordinación, o la flexibilidad, o la potencia) es una cuestión hereditaria o adquirida, o una mezcla de ambas.

Cadena genética.
Cadena genética.

Si pusiéramos en práctica el sueño del típico mad doctor salido de una película de la Universal o la Hammer y clonáramos a una estrella del golf, ¿qué conseguiríamos? En caso de que se pudiera, al margen de las consideraciones éticas, obtendríamos a un sujeto genéticamente idéntico, pero no a la misma persona. El biólogo Francisco Ayala, especialista en genética y clonación, lo explicaba muy bien en una reciente entrevista publicada en El País. “Clonar humanos no se puede en el sentido de clonar a la persona. Hay que distinguir entre el genotipo, los genes, y el fenotipo, un término antiguo que incluye a toda la persona. Mis genes se pueden clonar y ponerlos en un huevo y se reproduciría ahí un individuo con mis genes. Pero ese individuo no va a ser Francisco Ayala. Para que lo fuera tendría que haber sido expuesto a toda mi experiencia, desde el seno de mi madre hasta la escuela a la que fui en Madrid, mis amigos y mi familia. Sería un individuo completamente diferente”. Tampoco sería buena idea crear un banco de esperma de jugadores de élite, como propuso el biólogo Hermann J. Muller hace años (bueno, él se refería a premios Nobel, pero ustedes me entienden). Salvo en casos de precocidad extrema, sabemos si un jugador va a dejar huella en la historia de este deporte cuando ya es madurito, y a esas alturas el número de mutaciones aumenta y se acumula en el esperma. En resumidas cuentas, parece que la clonación no da más que disgustos, aunque los aficionados a las frikadas ya éramos conscientes de ello. No vean las polémicas que generaron la “saga del clon” de Spiderman o las “guerras clon” de Star Wars.

En la fórmula ganadora de un jugador de éxito, ese “toque” especial, lo da la vida y es imposible de replicar

Severiano Ballesteros.

Pero volviendo al tema que nos ocupa, y aunque parezca de perogrullo, el entorno y las circunstancias forjan tanto como la biología: la rebeldía de Seve Ballesteros, modelada en la playa o el campo de Pedreña; la carestía de Miguel Ángel Jiménez, que necesitó desde chaval llevar un plato de comida a casa; la infancia de Sergio García, cuyo talento precoz encauzó su padre desde los tres años. En la coctelera de la que sale la fórmula ganadora de un jugador de éxito se introducen un buen número ingredientes, algunos de ellos exclusivos y otros relativamente estandarizados, pero la combinación final, ese “toque” especial, lo da la vida y es imposible de replicar.

Vivimos en una época hipertecnificada y los golfistas disponen de innumerables herramientas para analizar su juego y buscar la perfección. Bien está que estudien el swing de los mejores persiguiendo un ideal, que analicen ángulos, fuerzas y velocidades, que la tecnología aporte datos a mansalva, pero sin la combinación ideal de agallas, carácter, experiencia e inteligencia, no serán más que cascarones vacíos y robots sin alma, infalibles en la cancha de prácticas pero inoperantes cuando las emociones entren en juego.

Tal vez no se puede clonar “biológicamente” a un jugador, pero sí parece posible replicarlo estadísticamente y conseguir que otro golfista imprima el mismo efecto a la bola, o la golpee con el mismo ángulo de lanzamiento y alcance las mismas distancias, o repita mecánicamente sus movimientos hasta convertirse en un remedo perfecto. Pero cuando llegue al tee del 1, cuando haya un título en liza y se sienta observado por los espectadores y sus rivales, cuando empiecen a surgir imprevistos y el azar actúe, el “clon” necesitará algo más que estadísticas para igualar a su modelo.