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Johnny Bulla, un golfista de altos vuelos

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La historia es ingrata, cuando no cruel, con muchos pioneros. Algunos abren sendas nunca holladas, pero acaban relegados al olvido o convertidos en un mero pie de página en los libros de historia. Otros ven como quienes les siguen de cerca, pero se arriesgan menos, recogen los frutos que su esfuerzo debería haberles reservado. Aunque para ellos la recompensa estuviera en el trayecto y su objetivo no fuera pasar a la posteridad, queda claro que Leif Erikson, por ejemplo, jamás alcanzará la celebridad de Cristóbal Colón, o que Nikola Tesla, pese a su reivindicación moderna, nunca ocupará el lugar que la ciencia reserva a su rival Edison. Del mismo modo, el estadounidense Johnny Bulla es un perfecto desconocido en nuestros lares —donde su apellido suena a chascarrillo fácil— y su palmarés es relativamente modesto, pero los golfistas profesionales actuales harían bien en tenerlo muy presente.

Nacido en Newell, Virginia Occidental, en 1914 en el seno de la familia de un pastor cuáquero, la labor religiosa de su padre hizo que acabaran en Burlington, Carolina del Norte, donde con apenas once años comenzó a ejercer de caddie en el campo de golf de aquella población. A Bulla le gustaban las propinas, pero no le interesaba jugar. Sin embargo, al cabo de los pocos meses se celebró un torneo de caddies en el que tenían que participar obligatoriamente todos ellos. Bulla, como es lógico, acabó último y se murió de vergüenza, lo que le llevó a esforzarse al máximo para que no volviera a ocurrirle nada parecido. Su dedicación se convirtió en pasión, y esta entrega le enfrentó a su recto padre, que jamás le perdonó por dedicarse a una actividad tan «frívola». Su progenitor le retiró la palabra, pero eso no le detuvo.

En 1931, su devoción por el golf le hizo ir en autoestop hasta Georgia para ver el campo que Bobby Jones estaba construyendo allí, Augusta National, un año después de que el mejor amateur de la historia consiguiera su Grand Slam. Al año siguiente también recurrió a la bondad de los conductores para ir a Pinehurst y jugar allí su primer torneo, mientras que en 1933 hizo lo mismo para ver el U. S. Open en Chicago. Mientras tanto, cuando se lo permitían sus obligaciones se escapaba a menudo a ver a Donald Ross trabajando en una de sus joyas, el campo número 2 de Pinehurst. A la par que se instruía, Bulla seguía entrenando incansablemente y, pese a ser autodidacto, con 20 años ya firmó una espectacular tarjeta de 60 golpes.

Alto y corpulento, Bulla llenaba su 1,90 con cien kilos que le otorgaban la constitución de un defensa de fútbol americano. Zurdo de nacimiento, Bulla jugaba a diestras, aunque su gran coordinación le permitió quedar segundo en un campeonato nacional para profesionales zurdos ya en la cuarentena. Trabajador impenitente, rivalizaba con Ben Hogan, conocido por su estajanovismo en las canchas de prácticas, a la hora de pegar bolas, y se decía que estaba entre los cinco mejores del circuito en cuanto a juego largo, además de exhibir una potencia espectacular en una época, finales de los años 30, de transición entre las varillas de nogal americano y las de acero. Su amigo Sam Snead decía que era el mejor con el hierro 1, pero uno de los peores pateadores del circuito. Cabe recordar, además, que en aquellos tiempos las bolas no se marcaban y siempre se jugaban como reposaban, los piques no se arreglaban y las superficies de los greens estaban muy lejos de los actuales tapices verdes que reciben a los profesionales. Bulla tenía un juego corto deficiente y era incapaz de chipear la bola en green para evitar los stymies, es decir, cuando la bola del compañero se interponía en la línea hasta el hoyo.

En cualquier caso, Bulla comenzó su andadura como profesional en 1935 y en el Louisville Open de ese año trabó una estrecha amistad con Sam Snead. A partir de entonces decidieron viajar juntos en coche para compartir gastos de desplazamiento y alojamiento y, mientras iban a la costa oeste para disputar varios torneos del circuito, Sam Snead le propuso que, además de gastos, compartieran ganancias. Sin embargo, Bulla se negó porque estaba seguro de que Snead, que se impondría en 82 títulos del PGA Tour a lo largo de su carrera, no se ganaría la vida con el golf. De juego, bien; de ojo clínico, regular.

Bulla, siempre inquieto e interesado por la historia del golf, decidió cruzar el charco para disputar el Open Championship de 1939 que se jugaba en el Old Course de St. Andrews. La cuna del golf no impresionó en primera instancia al estadounidense, que firmó un fastuoso 68 en los 18 primeros hoyos de las previas, pero el viento arreció y empezó a hacer mella en la moral y las tarjetas de los participantes. Aun así, Bulla hizo gala de una precisión espectacular y no falló ni una sola calle en los 108 hoyos que jugó en el torneo (36 de las previas y 72 del Open), con lo que los responsables del Royal & Ancient le pidieron que les cediera su driver para custodiarlo en el museo de esta entidad, donde todavía sigue expuesto. Sin embargo, Bulla no se adjudicó la jarra de clarete, que acabó en manos de Dick Burton. Mientras el gigante estadounidense sufría en los dos últimos greens del Old Course, haciendo cuatro pats para doble bogey en el 17 y tres para bogey en el 18, Burton cerraba su última vuelta con birdie y conseguía ser el único que finalizaba por debajo del par, con dos golpes menos que Bulla.

Además de por su habilidad en el campo, Johnny Bulla empezó a hacer ruido en otros ámbitos. En primer lugar, fue fichado por Walgreen’s, una conocidísima cadena de tiendas, para convertirse en la imagen de una línea de bolas económicas que querían comercializar. De este modo, Bulla abría la puerta a los patrocinios ajenos a las marcas tradicionales del golf y, sin quererlo, provocaba un terremoto en el mundo profesional. En aquella época el circuito lo gestionaba la PGA de América, y la mayoría de sus socios, que se ganaban la vida dando clase o vendiendo material en las pro-shops, se vieron desafiados por la maniobra de Walgreen’s. Desde su punto de vista, el material de golf debía venderse exclusivamente en las tiendas de los campos, y cualquier otra posibilidad suponía una amenaza directa a su sustento. Bulla, que se había limitado a aceptar una más que razonable propuesta comercial, fue expulsado de la PGA de América, y vetado en el PGA Championship y en el equipo estadounidense de la Ryder Cup. Y todo por ser la imagen de una bola que costaba apenas un cuarto de dólar por unidad y que pretendía sacar el golf de los círculos más exclusivos. Por si fuera poco, las presiones no solo llegaron de la PGA. Philip Isley, máximo responsable de Wilson Sporting Goods, llamó a capítulo a Sam Snead y le amenazó con romper el lucrativo contrato que les unía si no dejaba de lado a Johnny Bulla. «Me puede decir qué palos tengo que jugar o a qué campos he de ir, pero a mis amigos los elijo yo», respondió un malhumorado Snead, que dejó con un palmo de narices a su patrocinador. Aun así, «Bubu», pues así lo llamaba Snead, siguió a lo suyo y se dedicó a jugar y a innovar. Poco después, veinte años antes de que Arnold Palmer empezara a hacer lo mismo, se convirtió en el primer jugador que acudía a los torneos pilotando su propio avión, aunque, en realidad, se tratara de un aparato cedido por Walgreen’s. Posteriormente, durante la Segunda Guerra Mundial, Bulla compaginó la actividad golfística con su trabajo de piloto para Eastern Airlines, y después de la conflagración compró con otros compañeros un C-47 al Ejército, lo adaptó hasta convertirlo en un DC-3 de pasajeros y lo usó para que todos los socios viajaran con sus esposas a los torneos de golf (incluso Ben Hogan hizo de copiloto en más de una ocasión).

Pese a los ataques de la PGA y de algunos de sus miembros, Bulla seguía siendo un golfista extremadamente popular y contaba con aliados dentro y fuera del campo de golf. Entre sus amistades estaban Bobby Jones, Sam Snead, Ben Hogan, Bob Hope o Bing Crosby, pero eso no impidió que otros golfistas le intentaran buscar las cosquillas. De hecho, en 1941, en la tercera vuelta del Los Angeles Open, Jug McSpaden, dominador del circuito con Byron Nelson en aquellos años, se acercó a una bola tras una salida ciega, la miró y luego se alejó. Como McSpaden se había marchado, Bulla supuso que la bola era suya y la jugó, pero su rival le informó al instante de que había pegado una bola incorrecta y que debía anotarse la penalización correspondiente. «Le hemos cazado», oyó que le decía McSpaden a Byron Nelson, tercer componente de aquel partido, el periodista Jim Murray. Aunque Bulla acabó con siete golpes ese hoyo y firmó una tercera tarjeta de 75, la maniobra fue presenciada por un buen número de espectadores y periodistas, y al día siguiente Bulla contó con el apoyo incondicional del público. Así logró su única victoria en el PGA Tour, jugando con una de las bolas de Walgreen’s que tantos quebraderos de cabeza le habían causado… aunque no la versión más barata, como pretendían hacer ver en sus anuncios, sino la Golden Crown, una bola de 75 céntimos que, no obstante, era bastante más económica que las Spalding, Wilson o Dunlop de la época.

«La vida es un taburete con tres patas: una espiritual, otra mental y otra física. No es posible sentarse si cada una de las patas no está bien afianzada», solía decir Bulla en uno de sus aforismos, y en numerosas ocasiones dejó claro que su taburete tenía bases sólidas. Por ejemplo, al convertirse en el primer jugador que se ofreció para compartir partido con golfistas negros, entonces apartados de la mayoría de las competiciones. Buen amigo de Bill Spiller y Ted Rhodes, dos de los mejores jugadores negros de los años 40, Bulla comenzó a hacer campaña junto a Jimmy Demaret, otro campeón popular, para que los golfistas afroamericanos pudieran competir en todos los torneos. Antes de la guerra solo podían jugar en el Los Angeles Open, el St Paul Open y el All American Open que se jugaba en el Tam O’Shanter Club de Chicago, y en este último caso gracias a las gestiones de Bulla, que convenció a George May, el promotor, para que los incluyera en el plantel. En aquel entonces, los afroamericanos no podían pertenecer a la PGA de América y solían limitarse a jugar los torneos de la United Golf Association, una entidad que promovía torneos para negros durante la época de la segregación racial. En las pocas ocasiones que podían competir con jugadores blancos, a los golfistas negros los emparejaban entre sí, al menos hasta que Johnny Bulla y otros decidieron romper esa tendencia, primer paso de una larga lucha que aún duraría varias décadas.

En 1946, cuando falleció Samuel Walgreen, Bulla recibió una llamada de Sears Roebuck, otra popular cadena de establecimientos comerciales que le hizo una propuesta de patrocinio completo (bolas, palos e indumentaria). El generoso contrato por diez años que le ofrecieron lo compensaron sobradamente al multiplicar sus ventas de uno a seis millones de dólares en un solo año y convertirse en el principal vendedor de artículos de golf en todo el país. Ese mismo año, Bulla convenció a Sam Snead de que debía jugar el Open Championship, que volvía al calendario tras el parón por la Segunda Guerra Mundial… y no sabemos si, como cuando se negó a compartir ganancias con su amigo, lamentó haber abierto la boca. En efecto, Snead se impuso en aquella edición del Open y Bulla quedó segundo, al igual que sucedió en el Masters de 1949.

Es lo más cerca que estuvo de adjudicarse un major, aunque lo rozó en tres ocasiones y finalizó doce veces entre los diez mejores en los grandes. De todos modos, sus 17 victorias como profesional, los 25 años que estuvo en el circuito o los 40 Los Ángeles Open que disputó quedan en segundo plano si los comparamos con sus logros «extradeportivos». Los profesionales actuales tienen que agradecerle que abriera la puerta a una nueva era de patrocinios en el mundo del golf, y los golfistas negros que les tendiera la mano en una época de injusticia e incomprensión.

Así era Johnny Bulla. Jamás se arrepintió de las decisiones vitales que tomó, aunque algunas de ellas le metieran en más de un embrollo. Su actitud ante la vida fue un fiel reflejo de su lema más conocido: «Piensa en el golpe siguiente, no en el anterior».