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Memento mori

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Dori, coprotagonista de Buscando a Nemo.
Dori, coprotagonista de Buscando a Nemo.

Entre Dory, la simpática coprotagonista de Buscando a Nemo, y Funes el memorioso, el personaje creado por Jorge Luis Borges, hay un larguísimo trecho, pero todos los golfistas han de situarse voluntariamente en uno u otro extremo a lo largo de una misma vuelta. El golf, a grandes rasgos, está basado en la repetición eficaz de una serie de movimientos, y para ello es imprescindible cultivar la llamada memoria muscular. Por otro lado, la memoria “cerebral” es necesaria para almacenar detalles, elaborar estrategias y asimilar información, pero el olvido también puede ser el aliado más fiel de un jugador.

No me refiero a ese olvido que “sufren” los artistas del hurto voluntario o involuntario que solemos ver retrasando las partidas junto a los greenes en los torneos amateur mientras mueven el dedo de acá para allá haciendo cálculos mentales (¡Justin Thomas, gracias por unirte al club siquiera por un día!), sino a la capacidad de dejar atrás los errores y afrontar cada golpe como si fuera el primero. Además de crear a Funes, Borges también escribió una frase certera y aplicable al golf, aunque sospecho que el literato argentino se revolvería al ver el uso que he hecho de su aforismo: “el olvido es la única venganza y el único perdón”.

Al margen de lo que hagan con esta poderosa herramienta, los golfistas de élite también sufren el olvido ajeno, y más en esta época de estímulos infinitos que trituran nuestra capacidad de atención. La búsqueda permanente de “nuevos sabores” y la insatisfacción perpetua nos llevan a dejar de lado a jugadores que han demostrado sobradamente su valía. Como le ha sucedido a uno que ha ganado diez títulos en el PGA Tour con menos de 24 años y que protagonizó en 2015 una de las mejores temporadas de la historia del golf, con dos títulos en los majors, una segunda plaza y un cuarto puesto en los otros dos grandes. Sí, el mismo que encabeza el Open Championship 2017 con una cómoda ventaja a falta de 18 hoyos.

Habrá quien diga, no sin cierta razón, que me va el melodrama y que exagero (al fin y al cabo, estamos hablando del ocupante del tercer escalón del ranking mundial), pero a Jordan Spieth lo bajamos a empujones del pedestal en el que lo habíamos subido después de ver cómo en 2016 se le rompía el alma en el Rae’s Creek que protege el green del hoyo 12 de Augusta National. Pese a sumar otras tres victorias desde entonces, la irrupción de Dustin Johnson y la atención dispensada al resto del reparto coral que ocupa la zona alta del escalafón hicieron que obviáramos al protagonista de la hazaña más memorable de la última década.

Pero Spieth no necesita de la aprobación pública para medrar. En un Royal Birkdale amansado por las benignas condiciones meteorológicas está imponiendo un ritmo infernal, apoyado en su habitual dominio con el palo más corto de la bolsa. Mientras Branden Grace condenaba al olvido a los 31 jugadores que hasta entonces habían firmado un 63 en un major —bueno, a 30, porque Johnny Miller seguirá empeñado, dondequiera que vaya, en hacer de menos las proezas de los demás y en que no olvidemos su 63 de Oakmont en 1973— Jordan Spieth seguía avanzando inexorable hacia su tercer grande.

Lo consiga o no, haríamos mal en descartarlo o dejarlo en segundo plano en el futuro. No creo que para alzar la jarra de clarete necesite que Michael Greller, su fiel caddie, recurra a la técnica del memento mori y tenga que recordarle al oído que él también es mortal y cuán fugaz es la gloria, como hacían con los generales victoriosos romanos. Spieth ya lo ha vivido y lo sabe.