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Sonrisas y lágrimas

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El sol se eleva sobre la casa club de Shinnecock Hills minutos antes de comenzar la primera ronda del Us Open. Copyright USGA/Jeff Haynes
El sol se eleva sobre la casa club de Shinnecock Hills minutos antes de comenzar la primera ronda del Us Open. Copyright USGA/Jeff Haynes

Las ondulaciones de las colinas y lomas que dan nombre a Shinnecock Hills poco tienen que ver con el paisaje alpino del musical protagonizado por Julie Andrews y Christopher Plummer que da título a esta columna, pero no soy el único que ha utilizado esta referencia cinematográfica para escribir un texto sobre el U. S. Open. En Global Golf Post, una recomendable cabecera digital, escriben «The hills are alive» (Las colinas están vivas) rescatando el comienzo del célebre tema entonado por Andrews («The hills are alive with the sound of muuuuuusic…») y que da título a la película (otro dato pedante: Sonrisas y lágrimas, originalmente, es The Sound of Music). Pese a las muchas penalidades que pasa la familia Trapp en la Austria del Anchluss, lo que viviremos esta semana en el segundo major de la temporada en Shinnecock Hills estará más cerca de otras elevaciones arrasadas por el sol y el viento, las de Las colinas tienen ojos, aquella truculenta cinta firmada por Wes Craven y que narraba las andanzas de una peculiar familia de caníbales encabezada por el siempre intranquilizador Michael Berryman.

Harold Varner III pega el primer golpe del US Open 2018. Copyright USGA/Darren Carroll
Harold Varner III pega el primer golpe del US Open 2018. Copyright USGA/Darren Carroll

Como en la inmensa mayoría de los U. S. Open, habrá pocas sonrisas, muchas lágrimas y numerosísimas víctimas devoradas por un campo que ya se ha mostrado inmisericorde en las anteriores ocasiones en que la USGA decidió llevar hasta allí su campeonato nacional. Este hijo de mil padres (hasta seis diseñadores han influido notablemente en su trazado a lo largo de su historia) y establecido en el territorio de los shinnecock, una nación nativa de origen algonquino, ya está sembrando el caos en las tarjetas de los participantes de este año y habrá que ver si la carnicería se acerca a la de la última vuelta de la edición de 2004, cuando la media de golpes se acercó a los 79 y Retief Goosen se impuso en aquella batalla desigual contra un campo llevado al extremo por la USGA. Por detrás de él, un Phil Mickelson que se borraba del torneo con un doble bogey en el penúltimo hoyo, aunque se convertía en el segundo jugador que bajaba del par del terrible campo neoyorquino. Algo más alejados, Ernie Els, que claudicaba con un 80 final, y Tiger Woods, que finalizaba decimoséptimo la segunda vez que pasaba por este recorrido. La anterior fue como amateur en 1995 y Tiger salió trasquilado y con una muñeca lesionada en el penalizador rough, lo que le obligó a retirarse en la segunda vuelta. En 2004 Tiger Woods, Phil Mickelson, Ernie Els, Retief Goosen conformaban el llamado Big Four, una agrupación creada artificialmente por la prensa especializada (por dar algo de compañía a Woods, auténtico dominador del panorama mundial) a la que se añadía a veces a Vijay Singh. El panorama, sin duda, ha cambiado significativamente, aunque Phil Mickelson y Tiger Woods se resistan a abandonar el primer plano.

VÍDEO: Scott Piercy emboca un putt de ciencia ficción en Shinnecock Hills

Precisamente este año se celebra el décimo aniversario del último major ganado por el californiano. Woods se adjudicó su decimocuarto y último entorchado (por el momento) en Torrey Pines y en circunstancias heroicas. Para sumar drama al drama habitual de los U. S. Open, Tiger Woods llegaba a la sede de 2008 después de haber jugado únicamente 18 hoyos desde el Masters (dos vueltas de prácticas de nueve hoyos nada halagüeñas), dado que después de aquel torneo se sometió a una artroscopia para remendar su maltrecha rodilla. Además de las secuelas de esta articulación, a Woods le detectaron dos fracturas por estrés en la tibia de la pierna izquierda y, pese a los consejos de su técnico, Hank Haney, de su caddie, Steve Williams, y de su médico, decidió jugar el torneo. En su mejor imitación del boxeador cinematográfico que se niega a caer, Tiger Woods se fue abriendo camino hasta lo más alto de la clasificación mientras su caddie le preguntaba si merecía la pena arriesgar la temporada y su carrera deportiva por un solo torneo. La tercera vez que Woods mandó a Williams a Sebastopol (siendo finos en la transcripción) este se percató de que no debía volver a abrir la boca. Lo que sucedió luego ya lo saben: putt agónico de cinco metros para igualar con Rocco Mediate en el último instante, desempate que llegó hasta el hoyo 19 y decimocuarto major para Woods. En aquel momento, con 14 grandes en su haber, la pregunta no era si superaría los 18 de Nicklaus, sino cuando lo haría. Pero el diablo se empeñó en enredar y, diez años después, sigue estancado en esa cifra y rodeado de jugadores jóvenes y talentosos sin los traumas que generó su tiranía en al menos un par de generaciones de golfistas.

Tiger Woods sonríe ante los medios en el US Open. Copyright USGA/Chris Keane
Tiger Woods sonríe ante los medios en el US Open. Copyright USGA/Chris Keane

Esta vez no tiene que superar fracturas ni tendones tocados en su pierna izquierda, y sus vértebras fusionadas parecen estar respondiendo bien esta temporada, pero Shinnecock Hills sigue siendo un rival terrorífico. De momento se le concede el beneficio de la duda y hay que esperar muy poco para comprobar si, como el resto de sus compañeros de fatigas, se coloca en la fila de las sonrisas o de las lágrimas.

Shinnecock 1896: El gran golpe racial de la USGA