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Una adicción saludable

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Alice Cooper.
Alice Cooper.

Creo que todos conocen esta sensación, especialmente si se encontraron con el golf ya talluditos. Van a una cancha de prácticas engatusados por alguien cercano y empiezan a descuajeringarse intentando atizarle a una esfera blanca que parece burlarse de todos sus esfuerzos. Al cabo del rato están sembrando la geografía de la región con un buen número de bolas que describen trayectorias imposibles. De repente, una de ellas alza el vuelo de manera majestuosa después de que la cara del palo, aliándose con el azar, la golpee con nitidez y se escuche un sonido pleno y satisfactorio. Es el fin de su vida tal como la conocieron. A partir de ese momento están enganchados.

La capacidad de atracción del golf es un topicazo, pero no por ello deja de ser menos cierta. El enamoramiento repentino es mucho más que un lugar común, especialmente entre los golfistas que tardan en toparse con este deporte. Una vez enganchados, la eterna búsqueda del grial —un swing mejor, un hándicap más bajo, la victoria en match-play contra ese amigo fastidioso, el progreso necesario para enfrentarse a campos emblemáticos— es el combustible que alimenta gran parte de la industria del golf, sobre todo en el ámbito de la instrucción y del material. A los 35 años (o más) nadie se plantea convertirse en el nuevo Michael Jordan o Cristiano Ronaldo (o Lionel Messi, que no se nos enfade nadie), pero todos los golfistas aspiran —aspiramos— a pegar un golpe con el que un profesional se sentiría satisfecho. Cuando lo logramos, en una proporción sonrojante si la comparamos con el porcentaje de éxito de quienes de verdad saben de esto, la sensación es inigualable.

El «enganche» y redención de Vicent Damon Furnier

En el ámbito personal, y en los casos más extremos, el “enganche” al golf puede erosionar las relaciones personales y familiares de quienes se dejan llevar por él con demasiado entusiasmo, pero también tenemos el caso contrario: el de aquellos que han conseguido encauzar sus vidas y “redimirse” gracias al golf. Es lo que le sucedió a Vincent Damon Furnier.

Antes de que nuestros queridos lectores acudan rápidamente a Google para averiguar quién demonios es el tal Furnier, les doy su nombre de guerra: Alice Cooper. Parafraseando a Les Luthiers, y haciendo un resumen apresurado de su biografía, Cooper es el primer hijo varón de un pastor protestante, que en las noches de luna llena se convertía en… cantante de rock. El inventor del llamado “shock rock”, que mezclaba sabiamente el rock duro con la estética del cine de terror y del vodevil para asombrar y divertir a su público fiel, lleva más de cinco décadas sobre los escenarios y sigue en este planeta haciendo disfrutar a sus seguidores —y disfrutando de la vida él mismo— gracias al golf.

Golf Monster es la particular biblia golfística de Alice Cooper impartida en doce lecciones

Cooper nos lo cuenta en Golf Monster, un libro que intercala aspectos puramente biográficos con su particular biblia golfística impartida en doce lecciones a imagen de los doce pasos del famoso programa de desintoxicación y rehabilitación creado en 1935 por William Wilson y Robert Smith. A principios de los setenta, Cooper vivía como una estrella de rock estereotípica: compartía vivencias turbias con los habituales del hotel Chelsea, se bebía hasta el agua de los floreros y estaba sumido en una espiral autodestructiva. De algún modo, Cooper consiguió llegar a los ochenta, pero su sustento era el whisky y la cerveza, una dieta que amenazaba con acabar con su vida. Después de pasar por el hospital y rozar la muerte, Cooper decidió cambiar una adicción nociva por otra sana. Ya conocía el golf y le gustaba, aunque apenas había jugado un puñado de vueltas —algunas de ellas en condiciones deplorables—, y se sumergió de lleno en su práctica. El primer año jugó 36 hoyos todos los días, y desde entonces, y ya hace más de 30 años de aquello, no ha vuelto a beber y se ha convertido en uno de los famosos golfistas —no es lo mismo que golfistas famosos— habituales en todo tipo de saraos deportivos, pro-ams y actos benéficos. “Cambié una adicción por otra, pero el golf es el mejor de los deportes. En cuanto me lo tomé en serio, me encantó y nunca me he cansado de jugar. Me salvó la vida”.

Alice Cooper pasó de las salas de urgencia a dar consejos de swing a Lou Reed o a Bob Dylan, otras dos estrellas deslumbradas por este deporte, y heredó el puesto de figuras como Bob Hope, Bing Crosby o los miembros del Rat Pack. De ser una figura temida por los padres de los niños estadounidenses, que le consideraban poco menos que el diablo por su estética sombría y su música contundente, Alice Cooper se convirtió en el mejor prescriptor del golf para las nuevas generaciones. Si Alice Cooper jugaba al golf, es que debía de molar. De ahí que ya no nos extrañe ver empuñando un palo a rockeros como Vince Neil, cantante de Mötley Crüe, Fat Mike, líder del grupo punk NOFX, o K. K. Downing, guitarrista de Judas Priest, todos ellos apasionados del golf. Decía Bruno Monsaingeon, biógrafo de Glenn Gould, que “todo creador que quiere producir una obra digna de interés debe resignarse a ser un personaje social relativamente mediocre”, pero Cooper ha demostrado que se puede tener un carácter exuberante, dar espectáculo y hacer historia (aunque sea en el ámbito del rock).

En la actualidad, Alice Cooper defiende un más que respetable hándicap 5, se dedica a partir todas las calles desde el tee con su espectacular precisión y sigue mostrándose cercano y amable con quienes quieren hablar con él de golf (como pudimos ver hace unos años en Madrid Golf, donde acudió en calidad de embajador de Callaway). Cooper está a punto de cumplir setenta años gracias a su saludable adicción al golf y su cuerpo se lo agradece. Y si no se lo creen, echen un vistazo a la dedicatoria de Golf Monster: “A mi hígado le gustaría dedicarme este libro por dejar la bebida y empezar con el golf”. Y todos nos alegramos de que siga entre nosotros, especialmente aquellos a quienes nos apasiona su música y disfrutamos viéndole en el campo de golf.