Inicio Ryder Cup De nuevo, el milagro: Europa, todos a una

De nuevo, el milagro: Europa, todos a una

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La niebla se despejaba hoy en el tee del hoyo 1 por el calor que despedía su graderío. La fiesta del golf es la Ryder. Inigualable. Cuánta alegría. Y un excelente buen humor, agradecido y correspondido por los jugadores, con mención especial para los americanos, que entendieron los cánticos y los olés (así como lo leen: olés británicos en la grada) como parte ineludible del festejo, mezclándose con él…

Grandísima nuestra afición. Sí, nuestra afición: la europea. En realidad, la algarabía que se organizó en el tee del 1 era una magnífica manera de quitarle presión a todo el mundo: salid ahí, disfrutad, y hacednos disfrutar, parecían decirle a los jugadores con sus lemas cantados y esos miles de ojos brillantes, resplandecientes. (Por cierto, ahí estaba una cámara de Canal + Golf recogiendo cada detalle, y les aconsejamos que no se pierdan esas imágenes).

Así comenzaba una jornada final memorable y extraña, por ser lunes, de la Ryder 2010, la del Celtic Manor, la que al final ha significado el octavo triunfo europeo en la era moderna (desde 1979, cuando se incorporaba el continente a Gran Bretaña e Irlanda), por las siete victorias americanas y aquel empate de 1989 que entonces permitió a los europeos retener el trofeo.  Manda Europa. Y resulta una vivencia inaudita el hecho de sentirte apegado a un todo como es Europa, tan absolutamente dispar y deslavazado. Pero es un milagro que produce el golf una vez cada dos años.

Hoy, en el Celtic Manor, hemos vuelto a vivir con un extraño pudor esa extraña emoción de sentirte tan cerca de un irlandés, de un inglés, de un alemán. Casi como hermanos. Misterios insondables del deporte, del golf. De la Ryder.

El día fue clareando, imparable, hasta dejarnos una espléndida jornada para el disfrute del golf, en los tees, en el fairway, y también al otro lado de las cuerdas. Un postrero pero impagable homenaje final del cielo galés.

Y si el sol calentaba, más todavía lo hacía el equipo azul. La fiesta pura y dura se prolongó un par de horas y el Twenty Ten era de nuevo un compendio de clamores bien repartidos en los primeros partidos: Westwood controlaba y hasta mandaba de inicio ante Stricker; McIlroy comenzaba como un tiro ante Cink; Donald avasallaba a Furyk en los primeros hoyos; Poulter también se ponía pronto por delante…

Por momentos pudimos leer en los rostros de cientos de aficionados un gesto de complacida relajación. Era cuestión de situarse bien y disfrutar del festival europeo. Todo marchaba sobre ruedas para un equipo que además iniciaba el día instalado en una cómoda ventaja de tres puntos.

Pero no conviene hacer de menos a un equipo americano de golf. La jornada se fue revirtiendo hasta desembocar en un final que por momentos tuvo con la soga al cuello a los aficionados. A Monty, a Sergio, a Olazábal… Indescriptibles eran según qué silencios en según qué momentos. Las cuentas cada vez salían menos claras a medida que Tiger y compañía remontaban y mandaban.

El triunfo de Stricker ante Westwood fue el aviso. Desde ese momento, y con los últimos partidos aún sin definir, las esperanzas europeas, todavía bien fundadas, se apoyaban en cuatro patas: Donald, Poulter, Jiménez y Edoardo Molinari. Tiger (intratable para Francersco con un parcial de -8 en quince hoyos…) y Mickelson lideraban al fin a los suyos en la segunda mitad del cuadro.

El Twenty Ten sufrió de verdad convulsiones (literalmente físicas, podemos asegurarlo, en algunos aficionados…) cuando un jovencito de nombre Rickie Fowler ganaba los tres últimos hoyos al mayor de los Molinari. Entonces apareció la figura de Graeme McDowell, el ancla que Monty había echado en el último partido por si el día se torcía…

Otro detalle más por el que esta edición de la Ryder pasará a la historia: desde 1991 una Ryder no se decidía en el último partido. Hunter Mahan, rival del irlandés, recibió la información pertinente: si remontaba el dos abajo que se mantenía en la segunda vuelta, podían retener el trofeo.

El final quedará para los anales. Sobre todo ese putt de unos tres metros de McDowell, delicadísimo, cuesta abajo, en el hoyo 16, que nunca terminaba de entrar… En el 17, con un Mahan excesivamente presionado, terminaba todo. A partir de ahí la locura. El equipo y los aficionados se fundieron en una sola cosa, hasta el punto de que al final alguien tuvo que ponerse serio para poder sacar a los jugadores de semejante tumulto. No hubo, en todo caso, ni una mala cara, no podía haberla. Antes bien, Graeme se subía a un buggie para dirigir los cánticos…

Minutos después, la sombra de Severiano envolvía de nuevo a la Ryder: McDowell, el héroe final, se acordaba del cántabro de un modo muy especial en sus primeras declaraciones, Monty se refería a él en su discurso de clausura y mostraba una foto suya junto a Olazábal, Poulter se emocionaba hablando del cántabro…