Algo anormal ocurre cuando uno se ha preparado para asistir desde el salón de su casa a una larga y reñidísima final y, en el primer juego, en los primeros intercambios, celebra los puntos de Rafael Nadal como si fueran ya a vida o muerte, los últimos y decisivos.
Y así de principio a fin.
Mañana, nada trascendental habrá cambiado en España, es cierto. Ojalá que alguna semillita prenda y los más afortunados y despiertos incorporen a sus vidas siquiera una pincelada de todo cuanto Rafa inspira o representa.
Pero, en el peor o más prosaico de los casos, este paréntesis en nuestras vidas, como tantos otros que ya nos ha procurado Nadal, tendrá el simple (e incalculable) valor de unas horas gozosas, alegría y emoción puras.
Y puede que necesitáramos más que nunca el analgésico, hartos de avergonzarnos de quienes nos representan, paralizados (¿noqueados?) ante semejante despliegue de incompetencia e iniquidad y un poco deprimidos porque, no nos engañemos, esta casta infumable no deja de ser un reflejo de quiénes somos. Y hasta un recuerdo permanente y lacerante de lo que nunca hemos sido.
Que Rafa Nadal nos cuide y nos guarde.