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Capítulo uno: Abro los ojos

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Phil Mickelson durante la ronda final en Pebble Beach. © Golffile | Phil Inglis
© Golffile | Phil Inglis

Abro los ojos y diría que no han pasado ni veinte minutos desde que los cerré. No he tardado ni un segundo en tener plena conciencia de dónde estoy y qué hago aquí. Miro el reloj. Son las 7:01 AM, mal negocio. No sé a qué hora salgo a jugar. Poco importa en este momento, es muy pronto, queda un mundo. Me levanto y abro la ventana. Sol y viento. Como ayer, sábado. Necesito mirarme al espejo para obligarme a cincelar la primera sonrisa del día. Si no brota espontánea, te la inventas, dice mi coach.

Me pesan los hombros. Me duele el cuello. Lo giro alarmado -pero despacio-, primero a la izquierda, luego a la derecha. Después vuelvo a girarlo, todavía más lento, describiendo círculos con la cabeza, barbilla arriba, barbilla abajo. No es nada grave; lo que tuviera que ensamblarse, se ha ensamblado. Siento también una punzada en el dedo índice de la mano derecha. No te vuelvas loco, pienso, no es nada. Tengo la boca seca y bebo agua a borbotones de una botella. Me atraganto y toso.

¿Es que no eres capaz de beber pausado?, me digo. Ya está bien, muchacho, eres el líder del US Open y vas a salir el domingo con una ventaja de siete golpes. Me froto con cuidado el dedo índice de la mano derecha y el dolor desaparece, si es que alguna vez estuvo.

Esta manía mía de caminar descalzo por la habitación del hotel. Cada mañana es lo mismo desde que me fracturara un dedo en Hong Kong: por favor, ten cuidado de no golpearte con la pata de una silla o de una mesa, ten cuidado de no golpearte con la pata de una silla o de una mesa, ten cuidado de no golpearte con la pata de una silla o de una mesa…

Me estiro como un gato. Noto cargado el gemelo de la pierna izquierda. No hagas caso, no es nada. Vuelvo a la cama y repito el conjuro. Muchacho, eres el líder del US Open después de tres vueltas y vas a salir a jugar el domingo con siete golpes de ventaja. No surte efecto; antes bien, se me encoge el abdomen. No son mariposas en el estómago, ya quisiera, sino un hilo fino de vértigo que se cose él solito al otro lado del ombligo.

Lo pienso ahora, hecho un ovillo en la cama, mientras ando de compadreo con el miedo: lo que daría por estar ya subido al tee del 1, hechas las presentaciones. Pero queda un camino largo que recorrer hasta allí cuajado de congojas, palmadas, parabienes, bisbiseos, flashes, balbuceos bienintencionados, peroratas solemnes y, seguro también, algún hombro en el que apoyarse.

Trato de organizarme porque ya he comprendido que será imposible conciliar de nuevo el sueño. Hay que ocupar estas horas y distraer la histeria. Lo primero, confirmar mi horario de salida. 14,30 horas. Ya sabía que mi compañero de partido sería Lucius Pay, el joven singapuriense que ha revolucionado el golf y que ayer se cruzó conmigo y fue al grano, como siempre, mientras reía y reía: «mañana no esperes compasión o misericordia». Lucius es único. Mientras se alejaba, todavía volvió a darse la vuelta: «¿qué son siete golpes?». Y reía y reía. Correcto, Lucius.

Hago mis cálculos teniendo en cuenta que aquí, en Pebble, apenas tardaré unos minutos en llegar al vestuario -estoy alojado en el hotel del campo; era lo más caro, pero lo más cómodo-. Tengo por delante más de cuatro horas antes de iniciar, aquí mismo, la primera sesión de estiramientos. Una eternidad. Y decido no huir hacia adelante, sino afrontar la realidad tal y como está viniendo.

*El aspirante es un relato de ficción escrito por David Durán durante el confinamiento decretado por el gobierno de España por la crisis mundial provocada por el coronavirus Covid-19. Se irá publicando por capítulos mientras dure la cuarentena.