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Faltan 1.438 días…

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Me acurruco en el sofá mientras veo el telediario, abrumado por cifras y estimaciones, cada cual más sombría…

Mi deficiente (diría que patética) formación macro y microeconómica me impide generalmente entender qué hay más allá de los doce, veintitrés, cuarenta y dos o cincuenta y siete euros que pueda llevar en el bolsillo derecho del pantalón. Frágiles y arrugados, los billetes, dispuestas y valientes las monedas.

No sé cúanto cuesta la clásica viena de pan en la tienda de abajo de casa. Y compro dos o tres casi todos los días.

Creo que me quedé pillado con el euro en los albores del Siglo XXI. Desde entonces permanezco en estado de shock: pregunto cuánto es, pago y callo. Ay, aquellos redondeos salvajes. En menos de un año estábamos desembolsando, como mínimo, un cincuenta por ciento más en multitud de frentes. El que podía, y fueron muchos, te la colaba ante la ridícula pasividad de la autoridad (in)competente. Pequeñas o grandes estafas a diario y delante de tus narices.

Al respecto, mis recuerdos y conocimientos vuelan a ras de suelo, como la putísima realidad, la de la cuenta de la abuela, que es incuestionable: hace diez años uno llevaba tres mil pesetas en el bolsillo y podía salvar con cierta honrilla según qué situaciones. Hoy llevas 18 euros y eres poco menos que una piltrafa. O un tierno paria. O un eremita que baja del monte.

A ojo de buen cubero, el billete de veinte euros viene a durar en el bolsillo o en la cuenta bancaria, para entendernos, lo que duraba el de mil pesetas. ¿Sí o no? Y hasta yo puedo entender que las cuentas (IPC, coste de la vida…) no salen.