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Golf salvaje

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Me viene al pelo la sexta acepción del diccionario de la Real Academia de la Lengua (22ª edición) del vocablo ‘SALVAJE’: «6. adj. coloq. Dicho de una actitud o de una situación: que no está controlada o dominada».

En el Blue Monster del Trump National Doral, por ejemplo, la situación (el escenario) nunca parecía estar dominada o bajo control. Y partiendo de esta definición adoro sin pudor el golf salvaje. El que desafía a los profesionales de élite, claro, y se consume normalmente delante de la televisión, aferrado a un bol rebosante de pipas de calabaza. Que sufran los pros, que para eso les pagan.

El golf salvaje que propician recorridos como el Blue Monster. O como Riviera, que afila cada año un poco más el reto a los profesionales. O como el Champion course del PGA National. En el circuito americano, de hecho, viene dándose de unos años a esta parte una estimable tendencia en esta dirección.

Golf salvaje, no imposible. Es decir, el que separa a los niños de los hombres, pero no a estos de los ángeles. Golf, en definitiva, en el que la situación no parezca nunca controlada, pero que haya quien cada día la pueda controlar. Campos que castiguen sin piedad el mal juego, pero todavía permitan que brille la excelencia. Resultados ganadores que vayan del -5 al -10 y cortes sobre el par. El birdie, igual que el gol o la canasta, es sinónimo de espectáculo, pero el escenario y el rival lo son todo: no es lo mismo ganar 0-3 en el Bernabéu, en la jornada 35ª y con la Liga en juego, que hacerlo en la Final del Colombino.

En este sentido, quizá no haya que irse tan lejos: la historia reciente del Open de España es también un magnífico modelo. Campos salvajes, en el sentido de la acepción escogida, pero no indómitos.