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Gozada de España profunda (1)

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¿Quién se imagina instalado en un mundo de hace 15 o 20 años? ¿Quién sueña con volver al pasado y romper con el lazo que une el estrés con la tecnología? Cuanto más apreciamos los balnearios, las casas rurales, el turismo de la desconexión absoluta, el paseo por la montaña y el almuerzo a las cuatro de la tarde sin mirar el reloj para nada, más me acuerdo de mi abuela materna, Mariana. Por ella, nacida en este pequeño pueblo serrano, mi familia veranea en un paraje extraordinario, paradigma de la tranquilidad, el sosiego, el relax, el semblante feliz, la garrota para la caminata, la baraja para el chinchón, el corto de cerveza o el tinto, con jeta o callos de propina, en el bar de siempre, la colcha para dormir o la vuelta vespertina por el parque con los nenes en plena distracción…

Aquí, donde reposo, stricto sensu, desde el 25 de agosto, hay que remover Roma con Santiago para encontrar tres metros cuadrados con Internet, no tanto para que haya cobertura en los móviles. Escribo estas líneas desde casa, en la calle Mayor, 55, donde cada año, con mayor o menor frecuencia, me paso unos días; ahora debo irme a la entrada del parque, justo a la puerta de la oficina de turismo, a la vera de la biblioteca pública, para desde un banco de piedra, con varios chavales alrededor, mandar estas reflexiones. Es el único lugar, a excepción de las casas de particulares que hayan contratado el respectivo servicio, en el que se puede navegar por la red. Desconexión pura, como el aire serrano que por estos lares se respira.

Es una gozada el disfrute de la España profunda, de una localidad que mantiene las costumbres de antaño y organiza una representación de boda típica, con una pareja, y acompañantes, vestidos a la antigua usanza, pueblo arriba, pueblo abajo; de un sitio que aún no ha sido devorado por el ladrillo y que lleva a gala la presencia masiva de pinos, castaños, robles; de un pueblecito incrustado en la sierra en el que nadie se aburre, un verano sí y otro también, de hacer excursiones por la zona, aunque ahora esté prohibido cocinar sobre una teja un poco de panceta so riesgo de quemar el bosque; de un precioso enclave con el cerdo como gran reclamo gastronómico, con buena temperatura, pero no asfixiante, y que está a tiro de piedra del norte y del sur gracias a las mejoras en la red viaria, vulgo carreteras.

Sin querer meter palos en candela y criticar las playas cercanas a Sevilla, ciudad en la que resido, sí me atrevo a opinar a propósito de que aquí, por donde me pierdo desde que era un mocoso, no aparecerá ningún jefe de turno a dar la tabarra, no encontraré a la misma gente que cada noche que sales a tomar algo por los bares, ni me toparé con un chiringuito atestado de veraneantes que matan por un tinto de verano. Ven y cuéntalo. Ése fue el eslogan en su día de una campaña para alentar el turismo en el País Vasco. Copio la idea y lanzo el guante a quien quiera conocer una zona que nunca olvidará.

Mi abuela Mariana traspasó a su hija Ana, mi madre, el amor por este pueblo y ella hizo lo propio con mi padre, Juan, y con sus hijos. Y así seguimos, fieles a la costumbre estival de darnos una vuelta por Candelario, en la sierra de Gredos, provincia de Salamanca, en Castilla la Vieja de toda la vida.

Ven y cuéntalo, va en serio, aunque no haya campo de golf a mano.

PD. Aunque ‘excusatio non petita, acusatio manifiesta’, diré que el Área de Turismo del Ayuntamiento de Candelario no tiene una partida destinada a mi cuenta corriente por los piropazos que acabo de echar al pueblo, pero espero que el alcalde se deje caer con mi padre y le regale un chorizo para llevarlo a Sevilla, que con el embutido, acá o allá, también se desconecta de lo lindo.