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Haddock & fries

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Justo enfrente del plato con pescado y patatas, todo ello bien frito, una foto de García, Jiménez y Olazábal con la ensaladera de la Dunhill. Otra de Jack y Palmer en el puente que se encuentra a menos de 400 metros de donde me encuentro. Imágenes de Seve, Faldo y Trevino desperdigadas entre algunas más de otra época. Las de los Morris se mezclan con las de Tiger. En la puerta una pequeña bolsa de golf de ping hace las veces de paragüero. Y en la barra del bar otro cocktail tan suculento como el de la colección de fotos de las paredes. Un grupo de golfistas americanos debaten sobre Mickelson y su idilio con los puts cortos. Dos universitarias muy escocesas, pálidas y bien cocidas a base de pintas ríen con un grupo de greenkeepers. Música en vivo. Cadetes desperdigados. Un grupo del que nadie baja de los 80 y otro de chavales del que dudo alguno ande cerca de la edad mínima legal para beber. En común sólo dos cosas. Las pintas y la afición por el golf…

En realidad no sé cuando me convertí en un loco por este juego. Sólo sé que ayer me di cuenta de que lo soy hasta los huesos. Si les soy sincero hasta hace poco era reticente a ser un junkie del golf. Los conozco bien. Todos hemos visto a alguno. Son capaces de atrocidades sociales como saltarse comidas familiares navideñas; mantener conversaciones monotemáticas dolorosamente interminables; pelear sobre reglas; meterse a guru del golf cuando periquito pega un push a los árboles. No importa que periquito se llame Eldrick y esté metido en un televisor, eso es que se adelanta de abajo, ¡Antonio!…
Total, que ayer estaba en el pub éste, al lado del 18 del Old Course, viendo el PGA Tour, con un nota tocando la guitarra y a mi lado mi padre y mi caddie, cada uno con una Guiness en la mano y llegué a la conclusión de que no se podía estar mejor en ningún lado del mundo. Ya me pongan a una pituqui que se llame Pamela o una hamaca en la isla de Bali. A mi lo que me mola es el golf.

También es verdad que se daban unas condiciones de clímax golfísitico pasajero. A saber, para un golfista estar tomando una pinta en St. Andrews tras una vuelta de golf en un links de la zona es como para un montañero español hacer cima en el Everest y tomarte un pincho de tortilla en lo alto. Salvando las distancias claro está. Un pincho de tortilla en lo alto del Everest con la falta de oxígeno tiene que ser un peligro. Más vale que tu madre no haya pasado mucho el huevo que si no hay que echarle un ‘güevo’ de mayonesa. Pero en eso el golf le gana al montañismo. Uno se puede comer hasta un rosquillo de anís después de una vuelta que no hay peligro de asfixia. Otra cosa que he descubierto últimamente es mi facilidad para desviarme del tema que pretendía plasmar.

En fin, que en algún momento entre mis comienzos benjamines y hace un par de horas he debido empezar a ver el golf con otros ojos. Creo que voy a ser un purista. Me flipan los links y estoy leyendo un libro de Alister MacKenzie. Llevo tres días en St. Andrews y no quiero volver a Málaga. Principio de hipotermia en los dedillos del pie y ¡no pasa nada! Los links se deben jugar así, con frío y viento. Por otro lado me preocupa mi propia actitud. Es como si estuviera chutao, drogado, romántico. Eso, como si estuviera enamorado. Un enamorado no sufre físicamente, todo le va bien, hace cosas raras por placer que en un estado normal nunca haría. Yo, lo mismo. Total, el golf es como una pareja. De vez en cuando deseas revolearla y enterrarla en un bunker, pero a la vez no puedes vivir sin ella. Amor y odio. Lo que digo, un loco del golf.