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Lágrimas

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Vaya por delante que nunca he sido muy expresivo en mis sentimientos, aunque se me reblandece el corazón cuando veo llorar a moco tendido a los grandes del deporte. Salvando las enormes distancias, un tipo durillo como Walt Kowalski, sin tanto ingenio ni tanto valor como el gran Clint Eastwood, huelga decirlo…

Cual Juan María Alfaro, el ínclito Javi Gancedo, amante del deporte desde que le daban biberones en el barrio sevillano de San Pablo y antes de emigrar a Heliópolis, me recuerda momentos emotivos vividos por seres superiores en sus respectivas disciplinas. Como la cabra tira al monte, y Gancedo come de la canasta, hay dos ejemplos que le ponen a uno el corazón en un puño. Gimotea como un crío Michael Jordan cuando hace renacer de sus cenizas a los Bulls. Era la final de la NBA del 96. No creo que me pida derechos de nada youtube si reclamo que se haga uso de la web para recordar el momento. Tirado en el suelo boca abajo, disfruta del título ante los Sonics recordando a su padre, fallecido años antes. In memoriam. Jordan había vuelto para ganar. Lágrimas de triunfo entremezcladas con imágenes de su progenitor en la cabeza.

Más sobre basket. Mundial de 1986. España. Semifinal entre la URSS y Yugoslavia. Ganan los balcánicos por nueve y 50 segundos por jugarse. Triple de Sabonis. A seis. Triple de Tikhonenko. A tres. La bola le llega a Divac. Comete dobles. Bola para los soviéticos. Triple de Valters. Empate a 85 y victoria de la URSS en la prórroga. Antes de que se jugara el tiempo extra, los compañeros iban a consolar al joven pívot plavi, de 18 años, que con el tiempo ha reconocido que nunca pudo ver esas imágenes.

A quién se le puede olvidar la imagen de Fermín Cacho en el podio de Barcelona. Oro olímpico en los 1.500 metros. El soriano hizo que se erizara el vello de los españoles por la carrera y por su inmensa felicidad cuando le colgaron al cuello la medalla. Era un hito para el deporte patrio y Cacho no pudo reprimir la emoción.

¿Y Gascoigne? En el Mundial 90, hablamos de fútbol, no puede frenar su desazón cuando le sacan una tarjeta amarilla por una fea entrada a un rival alemán. No había acabado el partido, pero el díscolo jugador sabía que se perdía la final por acumulación de amonestaciones. Lloraba. Dolor de impotencia, dolor irracional, pues después su selección cayó en los penaltis y no estuvo en la final el equipo dirigido por Bobby Robson.

Hay casos en todos los deportes. Rugby: Sébastien Chabal no es una monja ursulina precisamente. El francés da miedo. No es una pose. Lo da. Su fama de dureza en los campos es directamente proporcional a su imagen. Barbudo, con melena y poco sonriente, el número ocho del Quince del Gallo estaba hundido con la eliminación de su selección contra Inglaterra en el Mundial 07, organizado por Francia. Un ogro hecho añicos. Ojos húmedos en un hombre-roca.

La mente del deportista es una filmoteca. Pasan y pasan fotogramas de su vida. El golf mundial lloró con el tormento de Darren Clarke en la Ryder de 2006. El norirlandés sumó el decimosexto punto para Europa y su corazón estalló. Fundido en un abrazo con su amigo Olazábal, le dedicaba la victoria a su esposa, que murió meses antes por un cáncer de mama. También, compungida, se vino abajo la reina del golf antes de que abdicara en Lorena Ochoa. La sueca Annika Sorenstam dijo adiós a finales del año pasado y sus lágrimas fueron el tributo de una larguísima trayectoria repleta de éxitos.

Últimamente, me ha impresionado por encima de todo la desesperación de dos grandes del tenis. Novak Djokovic hubiera deseado que se abriera la tierra y lo engullera cuando en las semifinales de los Juegos de Pekín desperdició la ocasión de eliminar a Rafa Nadal. Desconsolado, amargado, buscando explicaciones a lo que no lo tenía, recogió el petate con las raquetas bajo un manto de gotas segregadas por sus ojos. “¿Por qué?” Se preguntaba sin obtener respuesta. Yo, que soy más hincha de Nadal que de cualquier otro deportista, sufrí por el serbio. Igual que me dejó tocado el semblante de Roger Federer con el mejor deportista español de la historia en la final del Open de Australia. No pudo ni hablar el suizo cuando le dieron el micrófono, afonía comprensible por la grandeza de un adversario que no se desmorona aunque esté exhausto.

Esas lágrimas, ese dolor, ese pesar, ese lamento, esa impotencia, nada tienen que ver con el gimoteo en el último Roland Garros. El tenis tenía con Federer esta deuda. Ha sido el mejor y no ha conseguido media docena más de Grand Slam en su carrera por haberse cruzado Nadal en su camino. La justicia deportiva le otorgó el decimocuarto Grande al helvético. Y su emoción fue la mía.

Nos queda por ver cómo celebrarían García, Quirós o Jiménez, por ejemplo, un triunfo en el US Open que arranca ahora. ¿Habrá lágrimas o sonrisas? Apuesto por lo primero.