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Columna de Óscar Díaz sobre el golfista de Barrika y su triunfo en el US Open

El lugar tranquilo de Jon Rahm

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Jon Rahm. (Jeff Haynes/USGA)

En estos tiempos extraños que nos ha tocado vivir, en los que las circunstancias nos han llevado a moderar nuestros anhelos y a aspirar a lo básico para nosotros y los nuestros, los domicilios se han convertido en refugios forzosos, unidades habitacionales (que diría Le Corbusier) devenidas en celdas, que fueron bienvenidas en determinados momentos o más o menos asfixiantes a medida que iban pasando los meses. Las coyunturas son diversas y es peligroso generalizar, porque no se pueden comparar los apuros de una familia numerosa en un micropiso con las holguras de una familia acomodada de chalet y jardín, pero el techo que nos cobija ha servido de búnker metafórico y literal contra un enemigo invisible y traicionero.

Lejos están nuestros refugios domésticos del tópico literario del locus amoenus, ese rincón natural e idílico, siempre apartado del mundanal ruido, en el que se disfruta de la naturaleza y de las conversaciones a la sombra de los árboles y arrullados por el agua de un riachuelo… La realidad actual choca con la poesía clásica; la aspereza urbana poco tiene que ver con los paisajes idealizados, por mucho que la definición que he hecho del recurso literario nos recuerde a los campos de golf que tanta vida nos han dado en estos meses.

Aun así, aunque el entorno no acompañe, la mente nos permite viajar o escondernos en rincones remotos. De chaval disfrutaba de cada episodio fugaz de fiebre, de cada ataque de anginas, porque sabía que podría quedarme todo el día leyendo en casa, sin nada más que hacer, que en un par de días podría ventilarme tres o cuatro libros si mis padres no me obligaban a descansar un poco. Cada libro era una puerta a otro mundo, y tener la oportunidad de perderme en ellos de manera continuada (pese a la fiebre, pese a los dolores) era un lujo para un chaval inquieto.

Estos episodios los tenía relativamente aparcados en la memoria, pero me los recordó una película de terror/ciencia-ficción titulada El cazador de sueños, dirigida por el gran Lawrence Kasdan y guionizada por el no menos grande William Goldman adaptando un libro de Stephen King. Uno de los protagonistas, encarnado por Damian Lewis (el inolvidable Nicholas Brody de la serie Homeland), ante una amenaza se refugiaba en un «lugar feliz», un rincón de su imaginación similar a la biblioteca de Babel del relato de Borges que ejercía de almacén de recuerdos y defensa para su psique. Su manera de huir de una realidad que le aterraba, encerrarse rodeado de estanterías atestadas y volúmenes infinitos.

Días después de toparme con esta película, Jon Rahm ganaba, hace ya casi dos meses, el U. S. Open. En la rueda de prensa posterior, el as de Barrika explicó con una naturalidad que desarma, la que siempre lleva a gala, cómo se sintió al afrontar los dos putts decisivos que convirtió en los hoyos 17 y 18 de Torrey Pines en la jornada decisiva. Él ya había vivido mil veces esa situación, la había experimentado muchos años atrás, de chaval, en el putting green de Larrabea. Ese es su «lugar feliz», al que acudió en el momento crucial de su primera victoria en un grande. Estoy convencido de que lo frecuentará en los próximos años, que volverá a su memoria cada brizna de hierba, cada leve desnivel, cada serpenteo, cada soplo de aire… y cada repiqueteo de la bola al alcanzar el fondo del hoyo. Jon Rahm apenas tiene 26 años, y cumplirá muchos más en la élite del golf, pero jamás dejará de ser aquel niño que disfrutaba superando los retos que él mismo se planteaba mientras a su alrededor oscurecía. Todos lo acompañaremos encantados a aquel green de prácticas de su niñez, trasladado cada semana a un rincón distinto del planeta.