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James Douglas Edgar, el campeón hedonista

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James Douglas Edgar
James Douglas Edgar

Cuando Tiger Woods logró el primer título de su particular Tiger Slam al imponerse por 15 golpes de ventaja a Miguel Ángel Jiménez y a Ernie Els en el US Open de Pebble Beach de 2000, la espectacular hazaña parecía la consecuencia lógica de la evolución del entonces joven astro estadounidense. El californiano asombraba en el campo de golf, pero también hacía que sus compañeros profesionales se detuvieran en la cancha y olvidaran sus rutinas.

Mientras practicaba de manera espartana, tras él se arremolinaban golfistas y técnicos para tratar de desentrañar el misterio de su juego o, simplemente, disfrutar del espectáculo. Woods había convertido la compleja ecuación del golf en un inocente uno más uno y, a decir de muchos especialistas, contaba en aquel entonces en su arsenal con el mejor swing de la historia, el producto de una preparación metódica y un enfoque casi científico, complementos ideales para el talento cincelado por Earl Woods y Butch Harmon.

Pese a la imbatible conjunción de método y calidad, y al notable margen que sacó a sus perseguidores en el campo de la península de Monterey, a Tiger Woods se le escapó una plusmarca de un jugador apenas recordado, un golfista heterodoxo cuyo enfoque en la preparación de los torneos estaba más cerca del hedonismo que del estoicismo: el inglés James Douglas Edgar. Días después de ganar el Open de Canadá de 1919 por 16 golpes de ventaja, uno más que los obtenidos por Tiger Woods en Pebble Beach, J. Douglas Edgar confesaba a O. B. Keeler, periodista y biógrafo de Bobby Jones, cuál había sido su secreto.

«El torneo empezaba el martes y el domingo por la noche me fui de fiesta con un amigo y se montó una buena, con lo que por la mañana no tenía ganas de levantarme, así que no lo hice. Me quedé en la cama muy a gustito hasta mediodía y luego me levanté y mi amigo me llevó en coche al campo.»

«Pero no jugué una vuelta de prácticas como los demás, sino que cogí un caddie, mis palos y una docena de bolas y fui a un green aislado del recorrido de damas para practicar en solitario. ¿Con qué? Con un jigger [el equivalente a un chipper moderno], creo. Da lo mismo. Y cuando noté en las muñecas que estaba listo, volví a la casa club y dejé los palos. Y eso fue todo lo que entrené.»

James Douglas Edgar
James Douglas Edgar

Estos dos párrafos dan una idea cabal del carácter y del estilo de vida de James Douglas Edgar, a quien, no obstante, se le considera uno de los padres del swing moderno de golf. De él llegó a decir Harry Vardon que acabaría superándolos a todos y el célebre Bernard Darwin, nieto del descubridor de la teoría de la evolución y pionero del periodismo de golf, le consideraba una estrella de primera magnitud.

Sin embargo, el golf llegó tarde a la vida de este inglés de Newcastle que con 13 años se ganaba el jornal como caddie pero apenas sabía sujetar un palo. Durante una vuelta, uno de sus clientes le invitó a probar y, aunque necesitó ocho intentos para pegarle a la bola, se enganchó de inmediato. A partir de ese momento, el golf se convirtió en el eje de la vida de Edgar, que trabajó en varios clubes de golf hasta convertirse en el profesional del Northumberland Golf Club, donde su carisma y popularidad compensaban con creces sus ocasionales deslices.

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Douglas Edgar tardó en hacerse hueco en el competitivo panorama del golf de las islas, y lo logró a raíz de descubrir casi por casualidad la clave de un swing que lo acompañaría el resto de su vida y que impartiría a pupilos ilustres de la talla de Tommy Armour, Bobby Jones o Alexa Stirling. El golfista sufría molestias en la cadera y buscaba soluciones en la cancha de prácticas, donde ideó un swing recortado con los antebrazos muy pegados al pecho para no tener que girar en exceso la dolorida cadera al subir el palo.

Ese recurso fruto de la necesidad, que él llamaba El Movimiento (con mayúsculas), se convirtió en el punto de inflexión de su carrera y en la base de sus enseñanzas, que transmitió en The Gate to Golf, publicado en 1920. «Sin duda el golf es una diosa y hay que cortejarla como tal, con sumisión y humildad, pero al mismo tiempo con audacia y determinación», escribía Douglas Edgar en este libro, ofreciendo un punto de vista romántico e inédito que dejaba a traslucir el talante de donjuán del golfista.

James Douglas Edgar
James Douglas Edgar

A partir de ese descubrimiento, su modesta carrera dio un notabilísimo cambio y en 1914, después de lograr su mejor resultado en el Open Championship, un decimocuarto puesto, se impuso en el Open de Francia a la plana mayor del golf de aquella época, sacando seis golpes de ventaja al inmortal Harry Vardon. Sin embargo, el estallido de la Primera Guerra Mundial frenó su progresión y solo al final de la conflagración Douglas Edgar pudo retomar su actividad competitiva y decidió ampliar sus horizontes.

Después de algunos roces con los socios del Northumberland Golf Club, el inglés aceptó el puesto de profesional de club del Druid Hills Golf Club de Atlanta y convenció a su amigo y ayudante Tommy Wilson para que lo acompañara al otro lado del Atlántico. El cambio de aires obró maravillas en su golf y, pese a la Ley Seca vigente en Estados Unidos, Douglas Edgar siempre se las apañaba para entonarse y templar sus nervios antes de los torneos con cerveza o algo más fuerte. Los éxitos no tardaron en llegar y meses después aniquilaba a su ilustre competencia en el Open de Canadá, torneo que ganaba con 278 golpes y 16 de ventaja sobre Bobby Jones (con quien compartía 36 hoyos todos los lunes en East Lake), Jim Barnes y Karl Keffer, defensor del título. 

Pese a sus movimientos poco ortodoxos, asombraba la capacidad para mover la bola de un Douglas Edgar que dominaba todos los efectos. «No jugó ni un solo golpe cuyo vuelo no manipulara», declaró un asombrado espectador canadiense. Como les explicaba a sus pupilos, no era cuestión de cambiar de stance o de grip, sino de «pensar» en el vuelo de la bola para que respondiera.

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Las conquistas en el campo de golf fueron en paralelo a las logradas en otros terrenos y la fama de apostador empedernido, juerguista y, sobre todo, mujeriego de Douglas Edgar hizo mella en su esposa, que optó poco después por regresar a Inglaterra con sus dos hijos. Aun así, los éxitos siguieron llegando y en 1920 Edgar reeditaba su título en el Open de Canadá y también se imponía en el prestigioso Southern Open a Jock Hutchison, Jim Barnes, Bobby Jones y Bob McDonald, entre otros.

Precisamente en este torneo había apostado 700 dólares, prácticamente el salario anual de un obrero, por sí mismo y se agenció un buen pellizco. Aun así, el dinero le quemaba en los bolsillos y, aunque no pasaba apuros, su estilo de vida le llevaba a vivir muy al día. Como recordaba su amigo Tommy Wilson, después de una borrachera encargó dos limusinas que valían 17.000 dólares y que fueron entregadas por los empleados del concesionario en el club de golf. Al día siguiente Douglas Edgar no se acordaba de nada y se limitó a responder: «Si no tenemos 17 dólares en el banco, ¿cómo vamos a pagar 17.000?»

Pese a estar en su mejor momento como golfista y haber rozado el título en un major por primera vez (al finalizar segundo en el PGA Championship de 1920, tras caer en la final ante Jock Hutchison), la carrera de James Douglas Edgar no dio mucho más de sí. La noche del 8 de agosto de 1921, con solo 36 años, el golfista inglés aparecía malherido junto al número 500 de la calle West Peachtree de Atlanta y se desangraba minutos después pese a los esfuerzos de su compañero, Tommy Wilson, y de varios periodistas que se habían topado con el cuerpo desmadejado de Edgar.

Aunque inicialmente se creyó que el inglés fue víctima de un atropello, la aparición de una incisión estrecha pero profunda que le seccionó la femoral (y en última instancia le causó la muerte) llevó a pensar en un posible asesinato. Además, se rumoreaba que Douglas Edgar tenía una aventura con una dama oriental que estaba casada con el capo de los bajos fondos asiáticos de Atlanta, un japonés que había adoptado el americanizado nombre de William K. Abbey y que ya había sido juzgado por un asesinato anterior.

El caso, material de lujo para un whodunnit cinematográfico y relato moralizante con curiosos paralelismos, no llegó a resolverse y del golfista queda poco más que su recuerdo en los libros de récords y una lápida en el cementerio Westview de Atlanta, donde lo enterraron envuelto en la Union Jack. Su epitafio, sencillo y elocuente: «James Douglas Edgar, natural de Inglaterra, uno de los mejores golfistas de la época.»