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Los senderos que se bifurcan

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Celia Barquín © Golffile | Ken Murray
Celia Barquín © Golffile | Ken Murray

Probablemente conozcan la historia. Cuarta jornada del Masters de 1992: Fred Couples llega al tee del hoyo 12 de Augusta National, un par 3 custodiado por el Rae’s Creek que ejerce de bello y temible corazón del Amen Corner. El estadounidense, que encabeza el torneo, bloquea su golpe de salida y se lleva la bola hacia la derecha. La angustia se mezcla con la resignación mientras ve volar el golpe, sabedor de que le faltan un par de metros para quedar a salvo.

Como Couples intuía, la esfera blanca toca la pendiente y retrocede hacia el agua donde se ahogarán los sueños del golfista… pero misteriosamente la bola se aferra a unas briznas de hierba y se libra de mojarse. Desde esa posición, Couples salva un milagroso par que le permite conservar la primera plaza y, a la postre, vencer. Corre el rumor de que el encargado de segar esa zona del hoyo, rasurada de manera extrema por lo general, no fue muy diligente ese día y quizá a ese empleado anónimo y remolón Fred Couples le deba el triunfo.

El azar puede convertirse en el decimoquinto palo de la bolsa, pero otras veces se encarna en el peor enemigo de los golfistas. Véase, por ejemplo, lo ocurrido con Gary Player en ese mismo torneo en 1962. El sudafricano finalizaba líder después de la tercera vuelta en Augusta y tenía muchas posibilidades de reeditar su título. Siempre amable, se puso a saludar al público y un espectador le dio tal apretón de manos que Player tuvo que salir a jugar la vuelta decisiva con la diestra vendada. Después de una dura jornada, Player acabó perdiendo el playoff ante Arnold Palmer. Al caballero negro se le suele acreditar la autoría de uno de los aforismos más célebres del golf: «Cuanto más entreno, más suerte tengo». En ese caso, la fortuna le fue esquiva y no se acordó de sus esfuerzos previos. Aun así, su famosa frase nos recuerda a las serendipias, esos felices hallazgos o casualidades que tantos frutos han dado en el ámbito científico, y que llevaron a Alexander Fleming, por ejemplo, a descubrir la penicilina al dejar olvidado un cultivo de estafilococos y contaminarlo por accidente con el hongo Penicillium notatum. La casualidad como extensión del trabajo duro.

Pese a que la influencia del azar es innegable, a lo largo de una vuelta de golf los golpes de suerte dejan escasa huella en nuestros recuerdos, pero solemos fustigarnos y maldecir al destino en cuanto un rebote nos perjudica o una bola se escabulle. Por algún extraño motivo, consideramos que nos merecemos todo lo bueno que nos pase, pero tachamos de injusticia cualquier circunstancia que no nos sea favorable. Como decía Marta Beckman, «el hombre echa la culpa al destino por cualquier accidente, pero se siente personalmente responsable de un hoyo en uno». Aunque intentamos acotar y comprender los fenómenos aleatorios recurriendo a la probabilidad, a la familiaridad de los porcentajes y las cifras, el azar sigue haciendo de las suyas.

Todos los artículos de Óscar Díaz

En El jardín de los senderos que se bifurcan, y como nos recuerda Montero Glez en un reciente artículo, Jorge Luis Borges se anticipa de manera magistral a la llamativa teoría de los universos múltiples enunciada años después por Hugh Everett. Según esta teoría, y dentro del ámbito de la mecánica cuántica, la mera observación de un fenómeno afecta a su evolución y genera una especie de «desdoblamiento de realidades». Cada suceso, cada disyuntiva, cada hecho es el comienzo de un nuevo sendero que no tardará demasiado en bifurcarse una vez más, generando, por tanto, una cascada de existencias que contemplan todas las alternativas posibles. En nuestro mundo, la bola de Fred Couples se empeñó en mantenerse seca; en muchas otras realidades, acabaría en el Rae’s Creek y frustraría los sueños de victoria del estadounidense. A muchas de esas encrucijadas no se llega por medio de decisiones conscientes ni de circunstancias controladas; el azar genera innumerables bifurcaciones que se dibujan al margen de nuestra voluntad o capacidad. Aunque suene demasiado determinista para mi gusto, como decía Don McLean en su canción Crossroads, «So there’s no need for turning back, ‘cause all roads lead to where we stand» (No hace falta darse la vuelta, porque todos los caminos llevan a donde estamos).

Catherine Meurisse nos cuenta en La levedad, una obra autobiográfica, que la noche del 6 de enero de 2015 discutió con su pareja y se acostó intranquila. A la mañana siguiente no sonó el despertador y llegó tarde a una reunión. Sin que ella lo supiera, su sendero se había bifurcado de manera decisiva. Meurisse era dibujante en Charlie Hebdó, y aquel levísimo accidente, aquel retraso fortuito, le había salvado la vida. El azar le libró de cruzarse con los malnacidos que perpetraron el atentado en la redacción de la revista.

Multitudinario homenaje a Celia Barquín en Estados Unidos

El 17 de septiembre, Celia Barquín tuvo la desgracia de cruzarse con un indeseable cuyo nombre ni siquiera me voy a molestar en escribir. Estaba haciendo lo que más le gustaba en un entorno supuestamente seguro, trabajando para seguir buscando un camino que se interrumpió en aquel campo de golf de Iowa. «¡Qué mala suerte ha tenido mi pobre!», declaró a la televisión Miriam, madre de Celia. La aleatoriedad no ofrece consuelo; no lo puede haber. Puto azar.

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