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Otras fechas, mismos planes

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William Goldman podría haber escrito el guión del PGA Championship.
William Goldman podría haber escrito el guión del PGA Championship.

«Que por mayo es, por mayo, cuando hace la calor, cuando los trigos encañan y están los campos en flor, cuando canta la calandria y responde el ruiseñor, el PGA va a jugarse, como segundo “mayor”». No me digan que, en lugar de recurrir a la típica y tópica rueda de prensa, no habría quedado mucho mejor así, con esta variante chusca del “Romance del prisionero”, el anuncio del cambio de fechas del PGA Championship, que a partir de 2019 ocupará el hueco del The Players y pasará de agosto a, ya lo habrán adivinado, mayo. Aunque los responsables de la PGA de América y del PGA Tour llevaban años esforzándose para quitarle la etiqueta de “última oportunidad para alcanzar la gloria” —dado que después vienen los lucrativos e insulsos playoffs—, ahora este torneo se convertirá en la segunda evaluación de los mejores estudiantes del mundo en el plano golfístico, y no en una reválida final para la que muchos llegaban con las fuerzas justas y sin haber estudiado demasiado.

Pero para eso aún faltan dos años, y antes tendremos que centrarnos en la edición que se jugará esta semana en Quail Hollow, o la “hondonada de la codorniz” en su bonita traducción literal. La sede del Wells Fargo Championship se une a Pebble Beach, Bethpage Black, Congressional, Torrey Pines como recorridos que albergan a la vez un major y un torneo del PGA Tour en el siglo XXI, y las expectativas son altas para muchos jugadores que ya han demostrado su valía sobre la hierba de este campo. Como siempre, en el “grande” más democrático del calendario —no en vano reúne, a grandes rasgos, a los 105 mejores del ranking— las miradas de los especialistas se centran en los ocupantes de la zona alta de dicha clasificación, aunque el vertiginoso juego de las sillas musicales en que se ha convertido el golf mundial en los últimos meses impide centrar el tiro. Como niños aturdidos ante la oferta apabullante de helados en un local bien surtido, los juntaletras vamos de acá para allá deslumbrados por las recientes exhibiciones, sin resistirnos a eliminar a otros golfistas que quizá no parezcan estar en su mejor momento pero llevamos en nuestro corazoncito.

Hideki Matsuyama bromea con la cámara. © Golffile | David Lloyd
Hideki Matsuyama bromea con la cámara. © Golffile | David Lloyd

Después del alarde de Spieth en el Open Championship, huelga decir que el sabor con más adeptos esta semana es el de Hideki Matsuyama, ganador del Bridgestone Invitational y aspirante a convertirse en el primer hombre japonés que gana un grande (la jugadora Chako Higuchi ya lo logró en el LPGA Championship de 1977). Pese a su calidad demostrada, Matsuyama sigue siendo un enigma impenetrable, un jugador tan difícil de interpretar como el final cinematográfico de Akira. La barrera idiomática y su reserva habitual nos impide ir mucho más allá de las medidas palabras que siempre ofrece a través de un intérprete, aunque dicen quienes le conocen que es muy divertido si tiene confianza con su interlocutor —o si tiene sake a mano—. En Firestone dejó entrever ese carácter cuando entregó a su caddie, Daisuke Shindo, el putter como si fuera una katana ceremonial, con reverencia incluida, después de encadenar una serie sobrenatural de aciertos. Se sabe también que es uno de los golfistas más esforzados y trabajadores, que nunca ha contado con un entrenador de swing —recurrió hace no tanto a Pete Cowen para que le ayudara con el juego corto y el putter— y que tiene una capacidad de giro llamativa para lo robusto que es, culminada con una breve pausa en lo más alto del swing con la varilla perfectamente paralela al suelo y en posición de invitadora percha para los pajaritos que pasen por allí. Luego, lanza el palo con contundencia y control, y gracias a ello lleva anotándose victorias desde su primer año como profesional, en 2013, cuando consiguió ya cinco títulos en el circuito japonés. Aunque no tiene buenos antecedentes en Quail Hollow, no sería de extrañar que repitiera la gesta de Rory McIlroy en 2014, cuando se impuso en el Bridgestone Invitational para luego hacerse con el título en Valhalla. Si siguen prodigándose sus títulos, a lo mejor algún golfista estadounidense se acuerda de la familia del comodoro Perry, aquel militar de su país que forzó la apertura japonesa al mundo exterior hace más de siglo y medio. De momento, y con solo 25 años, el numeroso séquito de compatriotas periodistas que sigue sus pasos ya le considera el mejor jugador de la historia de Japón, por delante de ilustres como Jumbo Ozaki, Isao Aoki, Tommy Nakajima, Shingo Katayama, Shigeki Maruyama o Ryo Ishikawa.

Los aspirantes a alzar el contundente trofeo Wannamaker son los “sospechosos habituales”, y pese a los triunfos de Jimmy Walker, Jason Dufner o Keegan Bradley hace no tanto en este grande, cuesta irse más allá del top 15 del ranking para buscar al Keyser Söze de la película. Los focos tienen enfilados a varios golfistas: Jordan Spieth y su posible Grand Slam, Rory McIlroy en su regreso a un campo donde ya ha triunfado (y con caddie nuevo que parece haber rendido a buen nivel en el Bridgestone Invitational, al menos según su jefe), Rickie Fowler (que obtuvo en Quail Hollow su primer título en el PGA Tour a costa de McIlroy), Dustin Johnson (quien seguirá como número uno del mundo pase lo que pase), Brooks Koepka y los españoles Sergio García, Jon Rahm y Rafa Cabrera-Bello (sin pretender hacer de menos a Pablo Larrazábal, que cierra el cuarteto de golfistas de nuestro país en Charlotte). Con respecto a los nuestros, lo mejor es que duplicamos presencia con respecto al año pasado, ya que en Baltusrol solo estuvieron Sergio García y Rafa Cabrera-Bello; lo peor, la actuación relativamente plana en un Bridgestone Invitational del que quedaron desmarcados enseguida y los antecedentes históricos en este torneo, donde solo García ha estado cerca de ganar en dos ocasiones. Es buen momento, entonces, para tirar de hemeroteca y decir “golf es golf”, a imagen de la frase clásica de Vujadin Boskov, o incluso recurrir al “nadie sabe nada” que el guionista William Goldman esgrimía cuando le preguntaban cuál era la clave para que una película tuviera éxito en Hollywood. Disfrutemos de la incertidumbre hasta el domingo.