Si hubiera que resumir la situación del golf mundial de alta competición con una sola sentencia, con un flash urgente, quizá habría que escribir: ‘Rory McIlroy gana el PGA, su cuarto ‘major’ y segundo en tres semanas, y no ve la hora de que comience el Masters de Augusta 2015′.
Ni siquiera habría que añadir que entre medias también se había apuntado su primer World Golf Championship, el Bridgestone, para entender ante qué clase de jugador nos hallamos. Uno de época. De leyenda.
En apenas unos meses, desde que su vida se puso definitivamente en orden (Caroline Wozniacki no tenía la culpa de nada, sólo se trataba del disloque casi natural en la cabeza de un chico de 25 años que lo tenía todo y cuya vida corría deprisa, deprisa), en tan poco tiempo, decíamos, ha pasado de ser un excelente jugador que casi por inercia recogía aquí y allá los frutos de su extraordinario talento, a convertirse en un animal competitivo, un titán del golf de fuerza, determinación y capacidades avasalladoras.
Dicho de otro modo: una alternativa paralela al universo de Tiger. Y por tanto no solo como relevo natural al trono del rey Woods, lo que antes o después debía ser una cuestión de pura ley de vida, sino también como generador de un carisma, poderío y capacidad de intimidación similares. Un aura y unos andares, vaya, que recuerdan definitivamente a los del Tigre a la hora de la caza.
La última jornada de este PGA en Valhalla ha resultado memorable. Difícilmente volveremos a encontrarnos un escenario similar antes, durante, sobre todo durante, y en la recta final de la última jornada de un Grande. Semejante líder, el Número 1 del mundo, semejantes aspirantes al triunfo, tales nombres y tal inicio fulgurante de ronda en los últimos partidos. Todo patas arriba, incluyendo el desbarajuste y retraso por culpa de un aguacero, y con el joven norirlandés respirando profundo porque aquello se le iba de las manos en unos nueve primeros hoyos que Mickelson, Fowler o Stenson venían bordando…
Las alternativas en la cabeza se sucedían y los lideratos compartidos a tres, cuatro y hasta cinco bandas, eran moneda corriente por entonces, cuando el abanico de posibilidades se abría incluso a Jason Day, Louis Oosthuizen o Mikko Ilonen. Hasta Ernie Els venía cabalgando al galope desde ningún sitio, igual que la obscuridad, que se cernía sobre el recorrido de Louisville por culpa del retraso.
Cuando se dice, no obstante, que todo comienza en el tee del 10 del domingo, en los últimos nueve hoyos de la última jornada, se dice por algo. Si hasta entonces Rory se había mostrado algo impreciso y no afinaba ni con los hierros ni con el putt, a partir de ese momento casi ocurrió lo contrario. Y no existe un indicio tan fidedigno como éste de la categoría suprema de un deportista: recuperar la mejor versión de uno cuando de verdad no hay vuelta atrás.
Todo comenzaba con un segundo tiro brutal en la calle del 10, par 5, que situó al norirlandés con una opción de eagle (luego convertida) de unos dos metros. Nadie hasta ese momento había cazado ese green de segundo tiro (Rory tenía más de 250 metros hasta el hoyo). ¿Pegó exactamente el disparo que quería pegar desde el fairway, o los dioses del golf le echaron una mano? Hay división de opiniones al respecto, porque la bola salió más bien baja, pero será el propio McIlroy quien nos saque de dudas. Fuera como fuera, hace falta algo más que suerte o casualidad para llevar hasta allí la bola. Para empezar, hacía falta un gran drive desde el tee, como el que él pegó…
En la recta final, cuando la hora de la verdad se concreta en hechos precisos, hubo unos cuantos que terminaron de decidir. El primero, por encima de todos, el soberbio golpe de Rory McIlroy desde la arena de calle en el 17, acción que remataría con birdie. Además, antes, la terna de candidatos que había quedado reducida a Mickelson, Fowler y Stenson, se desangraba por uno u otro flanco. Todos sin excepción mostraron alguna debilidad. Aquel bogey de Stenson en el 14 errando un putt desde menos de un metro, o el de Fowler en el mismo hoyo, fallando clamorosamente la salida, y el de Mickelson en el 16, después de visitar el rough un par de veces.
Con la noche resoplando en la misma nuca de los jugadores y un final de torneo peculiar donde los haya (con el partido estelar echándose encima del anterior para poder acabar), el jugador épico por excelencia, Phil Mickelson, aún nos dejaba un último fogonazo. Igual que Fowler y en vista de cómo andaban las cosas en el 18, par 5, Lefty necesitaba el eagle para tener opciones de forzar el desempate. Y casi lo hizo con un tiro muy suyo, un aprochito tendido con doble freno, pleno de intención, que a punto estuvo de hacer sonar la última campanada de una jornada inolvidable y de llevar la resolución del PGA al lunes. Rickie capitulaba a su vez con tres putts en el último green. Vaya año de ‘majors’ el suyo, con cuatro top-5, un hito al alcance sólo de Jack Nicklaus y Tiger Woods.
Por detrás, aunque casi al mismo tiempo, McIlroy, que con las prisas a punto estuvo de enviar al agua su salida en el hoyo postrero, remataba la faena con un par sencillo. No le había hecho falta ‘nada más’ que ese parcial de cuatro menos por los segundos nueve que ya traía en la mochila.
Mientras recogía el Trofeo Wanamaker, bajo el cielo marengo de Kentucky, quizá sintiera también cómo Bubba Watson lo envolvía en una chaqueta de color verde Augusta. Porque el ricitos de Holywood últimamente se las gasta así: sueña con algo, estira el brazo y lo agarra.