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Intachable etiqueta

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Vaya por delante que mi inactividad de las últimas semanas responde a circunstancias de toda índole que me han impedido sentarme delante del ordenador para acudir a mi cita con ten-golf. Suena a excusa. Y lo es. No seré yo como los deportistas y los entrenadores que primero dicen que estaban mermados para jugar un partido o que había muchos lesionados para montar un equipo de garantías, para posteriormente añadir: “Y no es un pretexto”. Si no lo es, no lo diga, señor. Dicho queda.

Aunque la libertad literaria se da por supuesta viendo el nombre de este espacio, hoy hablaremos (Supercoco dixit) de la exigentes normas de etiqueta, muchas veces de obligado cumplimiento, que hay en los campos de golf españoles.

No haré una defensa a ultranza del ‘viva la Pepa’, dado el carácter sobrio y solemne que siempre ha envuelto a este deporte. No alabaré las apuestas que se llevan a cabo en Nueva Zelanda, donde un grupo de amigos llega al tee del 1 con una bolsa de palos repleta de latas de cervezas. Quien llega el último, carga con el saco. Van bebiendo tranquilamente mientras discurre el juego y el que pierde en cada hoyo se tiene que tragar literalmente el bote con el agradable método de abrir un orificio, apoyar la boca y tirar de la anilla para que se dispare y se desparrame el líquido a presión directamente a tu estómago. Yo no llegaría en esas condiciones ni al par 5 del 9.

Son excepciones a las buenas maneras del golf. Quizás sea exagerada la medida que obliga a las damas y a los caballeros (parezco un sindicalista: compañeras y compañeros) a vestir prendas con cuello (vulgo, polos) y no poder usar una camisetita. No digo yo que tenga que ser de Custo ni que rece el lema ‘Ningún tuno en el siglo XXI’, pero tampoco es disparatado que se calce una camiseta de Nike un jugador. En las universidades estadounidenses sí que hay más libertad en ese sentido e incluso alguno se atreve con unas bermudas para aplacar de la mejor forma los sofocos estivales.

El vaquero también está denostado, aunque no tanto. Hay campos en los que ya permiten la combinación tejano-driver. Cierto es que la simbiosis provoca más incomodidad manifiesta con tanto kilómetro caminado que propiamente un acto indecoroso. En los pantalones de los golfistas prima la ligereza, aunque existen modelos, mayormente de cuadros, que no pasarían el corte ni en Cibeles ni en Gaudí.

Más que ir más guapos (y guapas) que un San Luis, los golfistas llevan a gala su actitud deportiva. El juego limpio está por encima de todo, salvo cuando a uno le da un avenate y tira el palo por un mal golpe. No hay trampas, nadie se tira a la piscina ni hace teatro para engañar al árbitro con una falta en ataque de su oponente.

Aquí no siempre hay ‘marshalls’ y te vigila tu compañero de partido. Pero a nadie se le ocurre, de tapadillo, mover la bola medio metro por haber caído detrás de un árbol, ni tampoco marcharse del green cuando ya has golpeado y tiene que terminar el otro, ni pasar por delante de la trayectoria de la bola de tu rival cuando está buscando la línea buena que debe seguir la bola en la caída para embocar, ni hablar si no te toca el turno, ni chistar, ni engañar desplazando la bola tres centímetros porque te conviene cuando la marcas en el green, en la calle o en el rough…

Y, como la educación es un valor al alza en este deporte, se pide que los aficionados mantengan la compostura igualmente. No siempre sucede y son los caddies los encargados de abroncar al incauto que no para de cascar o que le da a la sinhueso sin cesar con el móvil pegado al tímpano.

Todo es de exquisitas formas en el golf, sin duda, pero el día que me dejen ir en pantalón corto, con mi camiseta de Naranjito del Mundial 82 y con mis sandalias, tan criticadas en cualquier punto del país, me apunto a dar clases. Perdón, a recibirlas.