Una curiosa asociación de ideas activada por la más que sospechosa lentitud de la bola del putt de Poppy, en el último hoyo de los pares tres de Augusta (20 eternos segundos de cuenta atrás), me hizo acordarme de Carl Honoré y su libro ‘Slow down’.
Aunque para la mayoría de vosotros no necesita presentación, Poppy es la hija de cuatro años de mi adorado Rory, quien por fin luce chaqueta verde y consolida presencia en los libros de historia como el más sufrido conseguidor de una victoria en todos los torneos que componen el Grand Slam, y, desde luego, el que más ha tardado en conseguirlo. Catorce años frente a los trece del Sr. Sarazen. Lo aparentemente imposible solo cuesta un poco más.
Según el autor canadiense, la cultura de la prisa nos roba el placer de vivir, y la lentitud no es un obstáculo sino una forma de hacer las cosas mejor. Seguramente, a algunos jugadores como Kevin Na o Pat Can’t play fast les gustaría retorcer el argumento para utilizarlo en su defensa. Más en el caso de Cantlay, que ya sabemos todos que es capaz de justificar, en sede de una Ryder Cup, todo un gesto de reivindicación salarial en el tamaño de su cabeza en comparación con la de la gorra de la polémica.
Sin embargo, hoy mi crónica no va de lentitud, ni del lado más mercantilista de los jugadores, sino precisamente de eso mucho más humano, amable y conmovedor que descubrimos de Rory en el más icónico día de las familias del golf profesional y que luego ratificó tras su épico y ciclotímico triunfo en el Masters.
El Concurso de los Pares Tres de Augusta siempre ha sido el momento más espontáneo, relajado e incluso tierno del Masters y donde, por otro lado, se reivindica y se exalta el valor de la familia. Seguramente, algo promovido y muy aplaudido por ese selecto y discreto colectivo de aparentemente conservadores socios de Augusta que jamás preguntaron cómo llegar a serlo porque, si lo hubieran hecho, no habrían lucido nunca la famosa chaqueta verde Pantone 342.
Por un día Augusta se llena de locos bajitos, muchos de los cuales no entienden la magnitud del evento, enfundados en uniforme nada parecido a los típicos del colegio, de un blanco nuclear digno de cualquier anuncio de detergente, y se lanzan al césped mejor cuidado del mundo sencillamente dispuestos a continuar jugando (y aquí sobraría añadir “al golf”).
Como bien nos ha recordado Trevor Immelman, otro de los que tuvo la codiciada chaqueta verde en su armario en el año 2008, esa es precisamente la sensación que el prestigioso y demasiado poco nombrado psicólogo Bob Rotella ha hecho buscar a Rory para ayudarle a exorcizar sus demonios: la de jugar por puro instinto, por diversión, recuperando la espontaneidad y alegría de un niño y sin la parálisis por el análisis de cada movimiento o golpe.
Todos recitamos ya sus mantras casi de forma inconsciente: el golf no es el deporte de la perfección, es de la confianza. Eso sí, ahora vete al hoyo 13 de Augusta, ejecuta uno de los peores golpes de tu carrera golfística y saca resiliencia para recomponer la figura y volver a jugar con las tres famosas “Ces”: Cabeza, Corazón y Cojxxx (las X son de la famosa revista La Codorniz). O más bien ya no en román paladino sino según la escuela Rotella: confianza, carácter y coraje.
Los que no hemos tenido el privilegio de ver en directo el momento del putt de Poppy y, por el contrario, nos hemos contagiado a posteriori en las redes, ya teníamos descontado el sorprendente desenlace. Solo un final feliz amerita la tensa espera reforzada por un estudiado plano trasero de Poppy, Rory y Lawry como tercero en pura concordia.
Desde luego, me atrevo a decir que la ausencia de técnica de Poppy, por cierto un mini clon de su padre, es la que corresponde a una niña de cuatro años cuando ni siquiera la lateralidad o la coordinación motriz están perfectamente definidas. Un putt tan efectivo como el reel de 25 segundos que nos ha tenido atentos a la confirmación de lo esperado y que, además, esconde otra realidad que nos puede enseñar el golf: el lado más humano y familiar de sus protagonistas superestrellas.
Dentro de su movimiento slow, el Sr. Honoré también escribió un libro, altamente recomendable, enfocado en cómo la cultura moderna, competitiva, acelerada y obsesionada con el éxito afecta a nuestros hijos y, sobre todo, a la forma en la que los educamos. Y hablando de educar, querido Rory, Augusta te ha dado dos excepcionales oportunidades de trasladar a Poppy valiosísimas lecciones de vida que has aprovechado mejor que tu excelso golpe el domingo en el hoyo 15 al que no arrancaste ese eagle que nos habría permitido dejar de estrujar por un rato el cojín del sofá.
Voy a hacer cualquier tipo de abstracción sobre si este tipo de situaciones pueden ser excesivamente abrumadoras para los niños, si los someten a una excesiva y temprana exposición mediática, si hay o no postureo en las puestas en escena y si verdaderamente se cumple el dicho: «De padres gatos hijos michines», puesto que muchos de los pertenecientes a esa segunda generación todavía ni siquiera saben si han sido inoculados o no con el veneno del golf. No hay identificadas jóvenes promesas por mucho que soñar sea libre.
Prefiero poner el foco en la primera lección. Como era de esperar, el gesto de Rory demuestra que está ahí como padre por encima de cualquier atisbo de orgullo –por descontado nada objetivo- que hubiera podido sentir por el logro de Poppy. Poco es el mérito del gran putt de la pequeña Poppy y nadie cuestiona el golpe de suerte amiga detrás de ese recorrido de 7,5 metros. La probabilidad de que ese mismo putt lo hubiera embocado su (y mi) querido Rory estaría entre el 10 y el 15%. Por eso en el caso de Poppy entra en escena prácticamente la misma mano bendita y mágica que llevaría el marfil a tu número en una ruleta europea.
A pesar de la ovación del público, y creo que precisamente por ese exceso de atención masiva, Poppy se queda paralizada, ignora el natural gesto de chocar las palmas de su padre, la lógica sobre reacción del bueno de Lowry y la alegre espontaneidad de su hija Iris que intenta cogerla en brazos, para finalmente correr a refugiarse y buscar consuelo en el hombro de Rory.
Cuando Rory eligió abrazar y reconfortar a Poppy por encima del resultado, le brindó el apoyo emocional necesario, le trasladó seguridad, que es querida sin condiciones y que, en un momento viral, ella es lo más valioso y lo primero por encima de cualquier resultado. No hace falta tener éxito y celebrarlo para ser querida. Con ese gesto, Poppy se ha llevado la certeza de tener un lugar seguro donde ir cuando las circunstancias la superen. Óle por Rory…
Y tras enfundarse la chaqueta verde, un Rory absolutamente desbordado por las emociones contenidas durante 14 años y que salpicaron hasta a los telespectadores como esas botellas de cava que regaron la victoria europea en el Marco Simone, sentó jurisprudencia educativa al más puro estilo Will Smith en la película En busca de la felicidad.
A Poppy le quedan algunos años para entender lo que a todos los efectos ha significado para su padre lo sucedido el domingo 13 de abril de 2025. Sin embargo, a veces no hace falta comprender la historia para ser parte de ella y, desde luego, Rory aprovechó el momento para volver a priorizar su rol de padre y dejarle otro gran legado emocional y educativo. Me apuesto la zurda, y lo soy, que hasta el emocionalmente neutro Harry Diamond tuvo que tragar dos veces en un supino esfuerzo de contención emocional al escucharle decirle a Poppy: “Nunca, nunca renuncies a tus sueños. Sigue intentándolo, sigue trabajando duro y, si te lo propones, puedes lograr cualquier cosa. Te quiero”.
Querida Poppy: cuando tengas uso de razón te darás cuenta, gracias a tu padre, de que la derrota es huérfana. Además, tienes 19,5 millones de testigos de lo que es ser padre por encima de campeón y, si alguna vez lo dudas, siempre puedes recordar esas valiosísimas lecciones de vida escuchándole cantar a dúo con el tío Lowry (quizás de forma premonitoria) la canción de ‘Don´t stop believing’ con la que celebraron su victoria en el Zurich Classic del 2024. Un himno para quienes siguen adelante sin garantías. Solo con fe y deseo. (Y, por descontado las tres ‘Ces’).