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Amanece que no es poco

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Una de las míticas escenas de la película Amanece que no es poco.

A esta coronacrisis le falta un José Luis Cuerda que ponga algo de sentido común (sí, están leyendo bien) para hacerla más llevadera. De momento me conformo con usurparle el nombre de su película más conocida, que igual te apaña el título de una columna que te sirve de perfecta guía vital en estas semanas desquiciadas. Y sí, me consta que es una declaración de mínimos y poco ambiciosa, pero la otra opción es verse poseído por el espíritu de Saza y empezar a berrear “¡No aguanto este sindiós!” mientras nos liamos a tiros contra ese sol que parece empeñado en salir por donde no le toca.

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Nos hemos quedado huerfanitos de Open Championship y les he de confesar que el asunto me ha descolocado. Como hablé el otro día con mi compañero David Durán, ambos consideramos al Royal & Ancient faro y referencia del golf mundial y la cancelación del Open nos ha pillado con el paso cambiado por la posibilidad de que en la decisión hayan pesado demasiado ciertas consideraciones comerciales (cínicos que somos). Si le damos la vuelta a nuestro malintencionado pensamiento, quizá sea la institución con sede en Saint Andrews la que esté siendo fiel a su carácter y haya marcado el camino a las demás entidades que rigen los destinos de los principales torneos y circuitos al dejar claro que no le tiembla la mano a la hora de tumbar (temporalmente) el campeonato por antonomasia por el mejor de los motivos: la salud de todos los implicados. No obstante, cuando durante la primera semana de octubre (ojalá) el European Tour pase por los links que acogen el Alfred Dunhill Links Championship será inevitable pensar con cierta añoranza que en un campo de juego similar podría estar disputándose el hermano mayor de esta prueba, el Open Championship.

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Como ya sabrán, no es la primera vez, ni mucho menos, que se cancela este torneo. Las dos guerras mundiales dejaron sus correspondientes y justificados huecos en el historial del Open, aunque si nos remontamos a la primera época de esta competición nos encontramos con una ausencia llamativa en 1871. El año anterior Tom Morris hijo había ganado su tercera edición consecutiva del Open, una hazaña que le permitía gozar de la propiedad del cinturón de campeón, el premio que se otorgaba entonces. Este ancho cinturón de cuero rojo y de hebilla de plata generosa y adornada con una escena de golf costaba 25 libras de la época y parece que los responsables del torneo no estuvieron muy diligentes a la hora de pensar en posibles sustitutos. Tirando de chiste fácil al estilo de Matías Prats, la falta del cinturón les pilló con los pantalones bajados… y nos hurtó una posible cuarta victoria consecutiva de Tom Morris Jr., algo que lograría el año siguiente.

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En 1872, el Royal & Ancient, Prestwick y la Honourable Company of Edimburgh Golfers acordaron aportar 10 libras por barba para adquirir la primera versión de la copa de campeón que acabó conociéndose popularmente como jarra de clarete… pero no estuvo finalizada para cuando se jugó el Open, con lo que no fue hasta 1873 cuando Tom Kidd alzó por vez primera el trofeo.

Casi 150 años después, aquella suspensión se considera poco más que una anécdota extraña, una curiosa nota al pie en la historia del major de tradición más rica. Me pregunto qué pensarán los golfistas de dentro de medio siglo cuando consulten la Wikipedia (o su equivalente futuro), vean el asterisco de 2020 y se pregunten qué demonios era aquello del coronavirus. Aunque pueda parecer frívolo el comentario, no será mala señal que tengan que buscar información al respecto. Significará que la tragedia que vivimos, ahora mismo una herida abierta y supurante, se habrá convertido en una cicatriz bien cerrada que la historia habrá colocado en su sitio correspondiente. Porque, por suerte, también esto pasará, como decía el título del libro.