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Sobre la manera de entender la vida de Miguel Ángel Jiménez

El límite del mundo

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Miguel Ángel Jiménez, en el Hero Open durante el homenaje que recibió por su torneo 707 en el European Tour. (© Golffile | Fran Caffrey)

Explica Irene Vallejo en el maravilloso ensayo El infinito en un junco que el griego tiene una palabra para describir un ansia irrefrenable, un deseo imposible de calmar: pothos. Es la zozobra de los amantes no correspondidos, pero también la añoranza infructuosa de un ser querido fallecido. Es, también, la búsqueda de un objetivo inabarcable, la ambición por ir siempre más allá, el mal que aquejó, por ejemplo, a Alejandro cuando, una vez conquistadas Grecia, Egipto, Asia menor y Persia decidió seguir por Asia Central hasta llegar a la India. Su objetivo: una entelequia unificadora, las ganas de llegar al confín del mundo, un imposible al que se opusieron los mismos fieles (o, al menos, los supervivientes) que le habían acompañado desde Macedonia. Alejandro no había perdido una sola batalla, pero tuvo que ceder ante la voz de la razón, la de unos soldados que habían recorrido miles de kilómetros a su lado. El ansia de conquista de ellos estaba más que saciado. Ahora solo querían reunirse con su familia, disfrutar del botín conquistado, vivir los pocos o muchos años que la vida les diera. Su rey ni siquiera llegó a disfrutar eso: la sed de Alejandro se quedó en Babilonia, donde falleció por unas fiebres a la vuelta de su periplo.

A todo atleta de élite le mueve una versión más o menos contenida de ese pothos, aunque quede fuera de su alcance la condición de invicto que se ganó Alejandro en el campo de batalla. Independientemente del dominio que ejerzan en su especialidad, la derrota es compañera más o menos frecuente, un miembro más de su equipo de trabajo. Precisamente, la incertidumbre es el mejor motor para su motivación. Como contaba Ursula K. Le Guin, solo hay una cosa predecible, inevitable y segura, la muerte, con lo que en nuestra existencia solo hay una pregunta que se pueda responder y ya conocemos la respuesta. Ante esa enormidad, lo único que hace que la vida sea soportable y posible es la incertidumbre permanente, no saber qué viene a continuación.

La curiosidad es la gasolina que mueve a una estirpe de privilegiados, aunque dicho privilegio se lo hayan ganado a pulso en el campo de juego. Asomarse para ver qué hay un poco más allá, sin importar el tiempo que lleven ejerciendo su profesión, sin pararse a pensar en los logros obtenidos, en el dinero ganado, en los aplausos ya escuchados. Preguntarse si después de vadear el Oxus estará el Hidaspes, y una vez ganada esa batalla, cuánto faltará para el Ganges…

Siempre se ha dicho, con razón, que el golf es un deporte de largo recorrido, pero también es una de las disciplinas individuales más exigentes en el ámbito profesional. En potencia, disfrutar de una carrera prolongada debería estar al alcance de muchos, pero basta con echar un vistazo rápido a los planteles de los torneos (o al ranking mundial) para ver el progresivo rejuvenecimiento de la élite, como es natural. Por eso, el logro alcanzado la semana pasada por Miguel Ángel Jiménez es estratosférico. Por eso hay que seguir celebrándolo con cada torneo del European Tour que sume a los 707 que ya figuran en su historial.

Más allá de los logros, de los triunfos, del brillo del éxito, está el planteamiento vital, un propósito que puede sorprender por su simplicidad, pero que ennoblece. Hace tiempo me atreví a comparar a José María Olazábal con los shokunin japoneses, esos artesanos que buscan la perfección durante toda la vida haciendo una y otra vez lo mismo. Convendrán conmigo en que Miguel Ángel Jiménez encaja perfectamente en esta definición.

“¿Qué voy a hacer sin competir? Es mi vida. Es lo único que sé hacer más o menos bien. Voy a seguir jugando mientras me sea posible, mientras me siga sintiendo competitivo”, explicaba Jiménez a los compañeros del European Tour. Ojalá podamos seguir disfrutando muchos años de su curiosidad. Cruza muchos más ríos, Miguel Ángel.