Jon Rahm finaliza la primera ronda en Bay Hill con bogey en el hoyo 18, después de fallar la calle por la derecha (su único error en los últimos diez hoyos) y un resultado de PAR que deja las espadas en todo lo alto. Camina todavía muy concentrado hacía la pequeña carpa donde los jugadores firman las tarjetas; el paso es decidido y el rictus, sereno. No da por bueno el resultado, seguro, tal y como ha jugado al golf por los segundos nueve de Bay Hill, pero salta a la vista que no hay una fisura por la que pueda hacerse hueco la escurridiza y traicionera frustración.
Tampoco hay resignación en el tono de la voz cuando, poco antes de atender a Tengolf, cámara en ristre, nos recuerda que este año le está costando una barbaridad enchufar esos putts que de verdad dinamitan una vuelta y confirman sensaciones y estadísticas. “Estamos en uno de esos momentos en los que si la bola no entra por todo el centro, no entra. No le doy más vueltas, porque siento que he tirado putts muy buenos”. No se hable más: lo que importa es el mensaje que el propio jugador se envíe a sí mismo, porque además es una evidencia que su putter terminaba caliente y en su sitio después de embocar buenos putts de birdie en los hoyos 16 y 17 y a pesar de haber errado uno que no llegaba a los dos metros de distancia en el 15.
Jon tiene ganas de pelea. De verse ya mismo en el tee del 10 (por ahí sale a jugar en la segunda jornada) y de ponerse ya mismo a darse guantazos con Bay Hill. Sabe que con certeza que si engancha pronto con la dinámica mostrada en la segunda parte del partido de hoy, todavía va a poder discutirle a cualquiera el triunfo en la casa del Rey, Arnold Palmer. Se hubieran entendido bien Jon y Palmer, a pesar de la abismal diferencia de edad; los hicieron de una pasta similar.
