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Gleneagles deja pequeño a Medinah

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La Ryder Cup, a 2,07

De un templo a otro templo. Madrugón. Seis de la mañana en planta. No hay queja, espera Carnoustie. Allá vamos. Es una sensación extraña. Será por la falta de sueño, lo pronto que amanece en Escocia o qué sé yo, pero algo se remueve en el estómago. Es Carnoustie. Un mito. Una leyenda. Estamos entrando en la furgoneta y aún no me lo creo. En unos minutos estaré pegando en el tee del 1. Ya sé, son nervios.

Impresiona. Son 18 hoyos con la boca abierta. Miles de historias se agolpan en la cabeza entre green y tee. Y aquí fue donde, no fue allí donde y en aquel búnker no cayó este… Es historia viva en plena naturaleza. Tiramos el putt de Sergio García en el 18, por supuesto. Sí, aquel de 2007 que le habría valido su más que merecido primer British Open. Más o menos, entre todos, recordamos dónde estaba la bandera y lo rememoramos. Hay qu estar ahí para meterlo, y mucho más un domingo de major.

Carnoustie nos recibe con un tiempo espectacular. No sopla una gota de viento ni llueve, gracias ángel de la guarda con falda de cuadros, estés donde estés. Es un lujo. Lo del golf no tiene solución. Ni ángel de la guarda, ni Tiger Woods. Somos los que somos. No diré el resultado, pa qué, os sobra con saber que pagué las pintas. No hubo birdies y aún tengo el corazón encogido por el hoyo 16, un par 3 de 230 metros, desde amarillas… Me dio la risa. No os perdáis el búnker… (foto) Sí, la cuenta es fácil, 2,07 mide el talud.

De un templo a otro. Tras hora y media por una carretera con más guasa que otra cosa, con nuestra furgo española con volante a la izquierda, llegamos a Gleneagles. Se hace largo, tedioso y entre vaca y vaca y campo de golf y campo de golf vas recordando que el despertador sonó a las seis.

El sueño y el cansancio desaparece de golpe, en el mismo instante que entramos en este pequeño gran mundo que es la Ryder Cup. Nos perdemos buscando el aparcamiento, pero nos llevamos un alegrón, está muy cerca de una entrada. Somos privilegiados. El párking del público está a veinte kilómetros. Una tiradita, oiga.

La primera impresión es impactante. No soy un novato, pero me quedo con la boca abierta. Gleneagles deja casi en pañales a Medinah. Todo es más grande, todo es más poderoso, todo es más lujoso. No lo esperaba. La carpa del European Tour tiene tres plantas y el merchandising, sin exagerar, es un tercio más grande que el de Chicago hace dos años. Me conozco la película, así que lo primero es ir a la tienda. Porque sí, porque las cosas se agotan y los encargos son miles. Meto todo en una bolsa gigante: gorras, polos, banderas… y nos damos una vuelta.

Me encuentro con Miguel Ángel, va de punto en blanco. Está acompañado por Suzanne. Los dos muy elegantes se encaminan a la cena oficial. Apenas cruzo dos palabras con él. Está serio, en su papel de vicecapitán. Aparece Martin Kaymer y hablamos. Buen tío el alemán. Lo pasamos bien en Medinah. «A ver qué pasa este año», le digo. Martin sonríe, seguro: «si viniste a Medinah y pasó lo que pasó, este año habrá que repetir». Transmite la misma fiabilidad que un volkswagen. Sabes que está bromeando, pero te lo crees.

Volvemos a la nave nodriza, a St Andrews. Otra hora y pico de coche. El día se te va echando encima. Las piernas pesan. Una cena rápida y al apartamento, que el jueves toca tralla de nuevo y esta vez no quiero pagar las pintas. Jugamos en Jubilee y después a la ceremonia de inauguración de la Ryder. Prometo fotos. Antes de meterme en la cama repaso la bolsa que me he traído de Gleneagles. Hago recuento. Perfecto. Me doy cuenta de que no he comprado nada para mí. Habrá que volver hoy a la tienda…

* Pedro Fernández es el director de la Miguel Ángel Jiménez Golf Academy