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Crónica de los fourballs del sábado de la Ryder Cup 2020

Estados Unidos arrolla y sólo le queda cerrarnos el grifo de la épica

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Colin Morikawa durante los fourballs del sábado de la Ryder Cup 2020. © Golffile | Scott Halleran
Colin Morikawa durante los fourballs del sábado de la Ryder Cup 2020. © Golffile | Scott Halleran

El equipo de Estados Unidos ya tiene una mano sobre una de las pequeñas orejas de la coqueta y frágil copa dorada. Domina por un avasallador 11-5 una vez finalizadas las dos primeras jornadas y a la espera de la sentencia final en los individuales. Desde ambos vestuarios, eso sí, se estudiará y rememorará con cautela (en el de las barras y estrellas) y esperanza (en el azul) lo que ocurrió hace nueve años en Medinah, aunque entonces el resultado era algo menos adverso para Europa (10-6).

En la última sesión por parejas, la de los fourballs vespertinos, necesitaba Europa una reacción sin paliativos, pero al final el intento se quedaba en un trabajadísimo empate a dos puntos ante unos rivales que no estaban dispuestos a renunciar a nada, por más ventaja que llevaran en el marcador. Los chicos de Stricker han sido, llegados a esta encrucijada, tremendamente superiores en conjunto, haciendo bueno en esta ocasión el imponente momento ‘estadístico’ en el que llegaban a la cita, con esos ochos top ten mundiales entre sus filas. Esta vez, al menos en las dos primeras jornadas, dos más dos sí que han sumado cuatro.

De nuevo, la pareja McIlroy-Poulter ha resultado ser un sorprendente lastre, aunque el inglés al menos conseguía alargar el partido hasta el hoyo 15 con coraje, amor propio y un puñado de buenos tiros. Era misión imposible llegar más lejos en tal tesitura. Primero Dustin Johnson y luego Morikawa no dejaban lugar para fisura alguna, mucho menos con el norirlandés fuera de juego. Rory no ha conseguido meterse en faena casi en ningún momento, como lo prueba el hecho de que no haya aportado ni un solo birdie en una sesión de fourballs, hecho casi insólito en un jugador de su talla y a pesar de las complicadas condiciones de juego que se han dado por la tarde en Whistling Straits por culpa del viento. Marchaba cabizbajo y sencillamente no encontraba el modo, igual que el viernes, de accionar el interruptor.

Los jugadores estadounidenses se las han arreglado para pasarse el testigo de unos a otros casi en perfecta armonía, dentro de cada pareja, para mantener viva siempre la llama, o lo que es lo mismo, las opciones de birdie, las de salvar el par o de lo que quiera que hiciera falta para luchar cada hoyo hasta el último suspiro. Por eso, hasta el momento, y salvo pasajes excepcionales y mas bien cortos, los de Harrington no han conseguido dominar con verdadera autoridad ninguno de los duelos. Incluso Jon Rahm y Sergio García han pasado sus fatiguitas para sumar cada uno de los tres puntos que juntos han llevado al casillero continental. Cuando no era D. J. era Morikawa; cuando Koepka flaqueaba, Spieth asomaba las orejas o el flequillo; si DeChambeau no terminaba de ponerse en marcha, Scheffler te mataba en los greenes… Y en este plan.

La actuación de la pareja española, con un Jon inconmensurable que ponía sobre la mesa de estos fourballs los galones que lo distinguen como refulgente Número Uno del mundo, no deja de ser una gran noticia, a pesar de todos los pesares. Pero no es la única. Shane Lowry, ganador del otro punto de la sesión junto a Hatton, al fin ha podido confirmar lo que era un secreto a voces: es carne pura y dura de Ryder. Igual que Hovland, aunque al noruego le haya faltado en cada aparición una última vuelta de tuerca para cerrar un partido redondo. Quizá lo abroche en los individuales. Y quizá también le haya quedado un poco grande ese pleno de cinco partidos que va a reunir en su estreno.

Nunca en la historia de la Ryder se ha remontado en la última jornada una diferencia como ésta de 11-5 que campea en el marcador, así que no queda más remedio que echar mano del tópico para tratar de explicar que los listones que nunca se han superado están ahí precisamente para eso, para ser finalmente franqueados. Mientras haya una ecuación matemática que avale la posibilidad, no queda más remedio que aferrarse a ella.

Honestamente, en la hora y el momento de editar esta crónica uno no encuentra argumentos más o menos razonables que avalen la opción remota de tal epopeya. Pero tampoco los encontrábamos hace nueve años. A la fe muchas veces se la califica de ciega, precisamente porque la gracia del misterio consiste en no hacerse demasiadas preguntas ni aventurarse por vericuetos de objetividad y evidencia científica. Sea, así pues: fe ciega, valor y al lío.

(Y si al menos Europa gana algunas de las sesiones, porque todavía no lo ha hecho, y evita un escarnio mayor, bienvenido sea).

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