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Capítulo dos: Jordan sólo decía ‘guau’

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Jordan Spieth. © Golffile | Eoin Clarke)

No es momento de ponerse tierno, vulnerable, así que desbarato la posición de ovillo en la cama y me extiendo todo lo que puedo, con los pies en punta, tiesos y aerodinámicos, como si tratara de ganar dos centímetros más de altura, con las manos cruzadas detrás de la nuca y los ojos muy abiertos, aunque mirando a ningún lado. Puesto así, siento una ligera tensión en el glúteo izquierdo. Déjalo ya, no es nada. Conozco el proceso y al fin lo identifico: es sólo que el cuerpo te envía señales burdas y mentirosas, solicita clemencia, a ver si así pudiera ahorrarse esfuerzos venideros. Pobre estúpido.

Afrontar la realidad tal y como viene, decía. De acuerdo. Examinémosla con curiosidad y rigor forense. Un imberbe jugador español, de Brea de Tajo, que se ha plantado en el partido estelar del domingo del US Open. Ese soy yo.

Juro que todavía no he visto ninguna crónica, ningún análisis pausado de lo ocurrido, más allá del que se desplegaba a salto de mata ante mis narices mientras atendía a los medios, todo el mundo en shock. Tampoco he visto ni respondido ningún mensaje. Cero. Nada. Y nada es nada: nothing, rien, nichts, niente. En las horas siguientes a firmar un 62 en Pebble Beach, podéis imaginarlo, no hubo tiempo.

Dios mío, si hasta viajé a Las Vegas y regresé en apenas 59 minutos. Estábamos avisados, cierto. Era un asunto de capital importancia, nos habían dicho en los días previos al torneo: ¿Qué mejor manera de demostrar las bondades de la última versión del Hiperloop, financiada en buena medida por el Estado -increíble, pero cierto, en los States de América-, que embutiendo al líder del US Open en la dichosa burbuja supersónica horas antes de jugar la ronda decisiva? La USGA, siempre tan excesiva, hasta en el patriotismo. Su decisión había levantado ampollas, un cruento debate al que yo asistía desde una tercera, cuarta o quinta fila, ajeno e insolidario. Aquello no era para mí, pensaba yo, que se las arreglen los cracks, porque será alguno de ellos quien tenga que hacer el viajecito el sábado. Ya ves, qué cosas: ahí estaba yo, flipando a ras de tierra a más de 1.200 kilómetros por hora…

Me incorporo. De nuevo ha estallado la recurrente pregunta de toda la madrugada: ¿De verdad había firmado un 62 en Pebble Beach un sábado infernal de US Open, con aquellas rachas de viento monstruosas? Y de nuevo, una lúcida y descorazonadora sospecha, también entre interrogantes: ¿no sería que había agotado en cinco horas toda la buena suerte que un jugador profesional de golf pueda tener a lo largo de una carrera entera?

Porque jugar bien, había jugado bien hasta aburrir, pero es que además se habían alineado las estrellas de mil constelaciones. En el hoyo 1, con viento a favor, me había volado el green pegando desde el rough de la derecha de calle. Pero la enchufé para birdie con un aprochito decente, cierto, aunque algo grosero: esa bola había cogido demasiada velocidad rodando cuesta abajo y, si no pega en la bandera, se hubiera pasado, fácil, cinco o seis metros. Buaaaaffff: los pares salvados en los hoyos 2 y 3 y el birdie en el 6 enchufando puritos de cuatro o cinco metros. O el birdie en el 5, casi dado, con vendaval a favor en este par 3 -a dos palmos se había quedado la bola del hoyo-. ¿Y el ‘jolinguan’ en el 7, a aquella bandera cortita, apuntando al océano Pacífico, en sublime acto de fe, con aquellas rachas de viento de cuarenta kilómetros por hora que azotaban desde la derecha? No es broma: en tales condiciones, le das un millón de bolas al mejor jugador de la historia, al ganador de 19 Grandes, al mejor Tiger entre todos los Tigers que hubo, y puede que emboque una. Eso me decía Jordan Spieth, mi compañero de partido, que venía ya cuatro más en seis hoyos, mientras bajábamos hacia el green entre vítores. No había amargura ni sombra de resentimiento en sus palabras: amazing, amazing, repetía. Y volvía a echarme el brazo al cuello.

(Mientras lo recuerdo me he levantado y, delante del espejo replico aquel swing del 7, aquel golpe absurdo: ¿me llamaríais arrogante, lerdo o iluminado si os confesara que ni siquiera sentí, en el momento del impacto, que hubiera cazado la bola como debía?).

Aquello era todo un puro disparate: el trancazo de birdie en el 9 desde la entrada del green, a unos doce metros del hoyo; el par que salvé en el 10… ¡después de irme al agua desde el tee y, tras el dropaje, pegar el mejor hierro 5 que nunca había pegado ni volveré a pegar en mi vida, bajito, penetrante, ignorando displicente al viento rollizo que venía del mar!

Al salir de aquel green, bien lo recuerdo, le dije a Guille, mi caddie y paisano de Brea: hermano, pellízcame, que esto en algún momento tiene que terminar. Es la estúpida costumbre que tenemos los jugadores de convocar al cenizo, al mal fario. Su respuesta, circunspecta y castellana, recia, me puso en mi sitio: entonces, mejor no te pellizco, a ver si nos llega para unos cuantos hoyos más… Lo dijo sin mirarme, mientras caminaba y al mismo tiempo apuntaba vaya usted a saber qué en el libro de yardas.

De acuerdo. Lo compro. Sigamos.

Y, cada vez que cruzaba una mirada con Jordan, él sólo decía ‘guau’.

*El aspirante es un relato de ficción escrito por David Durán durante el confinamiento decretado por el gobierno de España por la crisis mundial provocada por el coronavirus Covid-19. Se irá publicando por capítulos mientras dure la cuarentena.

– Capítulo uno: Abro los ojos