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La serena inmutabilidad del Open

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Muirfield se despereza con porte centenario. Tierra de East Lothian. Ecos élficos. A este paisaje encantado le parece que fue ayer cuando el viejo Tom Morris recorría una apretada finca dibujando calles y greenes de los que hoy apenas quedan algunas huellas. Entonces, el Siglo XIX pedía la hora en un susurro, hoy se abre paso el XXI salvajemente…

Muirfield, Home of the Honourable Company of Edinburgh Golfers, uno de los clubes de golf más antiguos (1744), que nació en Leith y terminó trasladándose a Gullane, a Muirfield, a unos 25 kilómetros en línea recta (Google Earth manda) al noreste de Edimburgo y a 34 al sur de St Andrews, salvando estuarios, obviando la línea de costa, burlando al mar.

Por supuesto que el tiempo lo modela todo. También al British. Los campos se alargan y la intendencia (carpas, gradas, parking, merchandising…) se multiplica. Pero esta es la infinita gracia y la paradoja de este evento: en cualquiera de los links donde se dispute un British siempre se abren puertas a realidades tan magníficas como prosaicas. Cada cual, a su manera, puede abrirlas. Son campos y paisajes tan absolutamente idealizados como cercanos y domésticos.

Es posible que usted se cruce con Tiger Woods esta semana en Muirfield, y es seguro que unos cuantos miles de aficionados lo acompañen, pero a solo unos cientos de metros una lugareña le da de comer a las gallinas. Tal y como lo hacía su bisabuela cuando Harry Vardon se afanaba por ganar el Open de 1896 sobre el casi extinto campo que parió el viejo Morris. Sin inmutarse, no hay por qué. Es sólo golf. Hoy como ayer.