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Poso de amargura

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Jason Barnes, 31 años, inglés de Ashford, Kent. Esta semana ha jugado el trigésimo tercer torneo del circuito europeo de su carrera, tras graduarse en 2014 a través del Challenge Tour.

No ha pasado el corte en el Portugal Masters y me lo encuentro en la entrada del vestuario del Oceanico Victoria tratando de meter la bolsa de palos en la de viaje, ajada y tan llena de roces. Su caddie le ayuda. Y se despiden delante de mis narices: «nos vemos en Hong Kong». Barnes irá allí a la desesperada porque hasta es posible que un segundo puesto no le valiera para mantener la tarjeta (ser tercero desde luego no le valdría en ningún caso).

Desconozco la filosofía de vida de este mozo británico que se hizo profesional con 27 años. Si el simple hecho de viajar a Oriente le motiva, le excita, o si anda preso de la ansiedad. No sé si es el hijo de un multimillonario o si su sus orígenes son más bien de clase media o baja. Si su futuro y sus sueños andan en juego. Pero sea como sea, y como nada sé, la escena deja un poso de amargura.

El golf y el deporte pueden ser muy amargos. Y la semana de Portugal, penúltima estación del calendario regular, es muy dada a las tragedias domésticas. A la entrada y salida del Oceanico Victoria siempre puede seguirse un rastro de hiel.

Y si acudo hoy al ejemplo real de este jugador, nada conocido por el gran público y casi nada por el especializado, es precisamente para evitar la lágrima fácil, para que resulte más sencillo describir con objetividad lo que es y lo que hay: el apellido de Jason suele ser Barnes, no Day.