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Columna de Óscar Díaz sobre algunos 'intrusos' del mundo del deporte

¿Un juego de impostores?

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Patrick Reed, durante el Saudi International. (© Golffile | Eoin Clarke)

Reconozcámoslo: todos somos impostores en mayor o menor medida… y más los columnistas, que igual hablan (hablamos) de neurocirugía, cuencas hídricas, cargas de caballería o de la influencia de los ratones blancos en el devenir de la Segunda Guerra Mundial.

La imagen que nos construimos en Internet no deja de ser una versión mejorada e idealizada, casi siempre, de nuestro yo más mundano y menos glamuroso. Por lo general, proyectamos felicidad en una versión parcial de nosotros mismos, la mejor que nos ofrece la cámara de nuestro móvil. Aunque haya quien se deje deslumbrar por el oropel o la felicidad ajenos, en este juego participamos todos y hay una especie de pacto social tácito que acepta las imposturas de los demás sin que tenga consecuencias graves. Lo peor que puede pasar es la equivocación de referencias, es decir, elevar a los altares a gente que sabe acaparar la atención de los demás sin unos méritos proporcionales al público que congregan a su alrededor.

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Estos artificios digitales no dejan de ser la proyección de otras imposturas o pequeñas hipocresías que aceptamos para vivir en un ambiente razonablemente respirable. Líbrenme de aquellas personas que dicen no tener filtros, o que lo primero que sueltan por la boca es decir que son muy sinceros, porque lo más normal es que acompañen a esa definición de una buena andanada verbal. Perdón, pero usted no es sincero, es un maleducado. También podemos encontrarnos con algunos casos puntuales de sinceridad por candidez extrema, pero no hay tantos Forrest Gump por ahí como para que tengamos que preocuparnos en exceso.

Aun así, lo más normal es que haya ciertos ámbitos de nuestra vida que nos reservemos, en ocasiones por pura economía de recursos y para no perder el tiempo, o, como dice un amigo mío, para «vivir en democracia». No tiene que ver con el hecho de avergonzarse ni con tener cierto tipo de creencias (ya sean políticas, religiosas o futbolísticas), sino de dedicar el tiempo a lo verdaderamente importante. Como convendrán conmigo, no vamos continuamente con pancartas proclamando nuestras fidelidades las 24 horas del día, ya sea en nuestro entorno laboral, familiar o entre nuestros conocidos… aunque las redes sociales hacen que estos terrenos se difuminen y se dé el infatigable activismo de salón, que rara vez se traslada a la realidad tangible.

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Al margen de las simulaciones sociales, es apropiado que nos acordemos del llamado síndrome del impostor. La sensación de no estar a la altura, de que no nos corresponde estar en el lugar que ocupamos, y la incapacidad a la hora de valorar los logros propios suelen ser fruto de la inseguridad o de la falta de autoestima. Hay una magnífica anécdota que contaba el premiado escritor Neil Gaiman, a quien habían invitado a una convención donde se encontró con un buen número de personalidades artísticas y científicas, y pese a su éxito se sentía intimidado por la entidad de los allí reunidos. Conoció a un anciano que era tocayo suyo y estuvieron hablando justamente de eso. Decía el anciano: «Miro a toda esta gente y me pregunto qué narices pinto yo aquí. Todos han hecho cosas increíbles y yo solo fui donde me mandaron». Y Gaiman respondió: «Ya, pero usted fue el primer hombre que pisó la luna». Si Neil Armstrong tenía síndrome del impostor, yo creo que todos podemos apuntarnos. De hecho, según la bióloga Aida Baida Gil es algo que han experimentado siete de cada diez personas, que achacan su éxito a la suerte o a factores externos, no al hecho de que hayan tenido que trabajar durísimo para conseguir algo.

Por supuesto, los aquejados del síndrome del impostor tienen sus gemelos malvados, aquellos que exhiben el efecto Dunning-Kruger, bautizado con los apellidos de dos psicólogos sociales, que sufren quienes consideran que su capacidad cognitiva es muy superior a la que en realidad es. Igual si rebuscan por ahí les salta a la vista algún ejemplo celebre.

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En cualquier caso, la definición canónica de impostor nos trae a la mente la figura del suplantador, la de alguien que se hace pasar por quien no es. En esta categoría entra un amplio abanico de arquetipos: pícaros, tránsfugas, delincuentes, espías, mentirosos patológicos, personas con trastornos psiquiátricos, gente que se ve empujada a fingir para cubrir necesidades o llevar una vida alternativa, ya que la suya no les satisface. Como dice Antonio Calvo Maturana en su libro Impostores, el factor principal de la impostura es la ansiedad de movilidad social en un mundo alérgico a la promoción fuera del marco estamental.

Eric Moussambani.

En oposición a la impostura delictiva, también puede haber impostura por necesidad de gente que se ve obligada por las circunstancias a ocultar una parte de su vida (creencias religiosas, tendencias políticas, orientación sexual, etc), por diversos motivos, casi siempre justificados, por lo que es injusto tacharles de impostores. No obstante, y en otros ámbitos, también son impostores todos aquellos que dicen defender la moral y delinquen, o los que contravienen las normas sociales, o los que se llenan los bolsillos a costa del bien común, etc.

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Los ejemplos de impostores históricos y en distintos ámbitos son innumerables, aunque sospecho que los lectores andarán ya a estas alturas con ganas de ver qué tiene que ver todo esto con el golf. En el deporte también ha habido impostores, y no me refiero al pufo de lateral que le cuelan de vez en cuando al equipo de nuestros amores. El problema es que, como en Misión Imposible, no basta con cambiarse la cara para adquirir las capacidades del imitado, algo que descubrieron a su pesar el guineano Éric Moussambani, que pretendió hacerse pasar por nadador en los Juegos Olímpicos de Sydney en 2000, o el venezolano Adrián Solano, que no conocía la nieve pero no tuvo empacho en inscribirse y participar en el Mundial de esquí de fondo de 2017 celebrado en Lahti, Finlandia.

Maurice Flitcroft.

El caso más flagrante y divertido de impostores en el mundo del golf es el de Maurice Flitcroft, a quien dediqué un artículo en Jot Down hace un tiempo. El llamado fantasma del Open era un individuo de ojos saltones, nariz tremebunda, rostro enjuto y barbilla prominente, una especie de Marty Feldman sin estrabismo, que decidió a los 46 años, y sin haber dado un solo golpe en su vida, que iba a jugar el Open Championship. Se hizo pasar por profesional, se apuntó a las previas del torneo de 1976 en Royal Birkdale, y se cascó 121 golpes en su primera vuelta, con bronca incluida con los árbitros por juego lento. Firmó la peor vuelta de la historia del Open y le vetaron de por vida en la competición, pero se las apañó para inscribirse en las previas otras cinco veces, cuatro de ellas con seudónimo.

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Cierto es que la exigencia técnica del golf dificulta la aparición de impostores de este tipo, aunque provoca la llegada de otro tipo de simuladores que, en lugar de hacer pasarse por mejores jugadores, buscan todo lo contrario. Los emboscados, de hecho, son una de las plagas que aquejan al golf amateur y siguen dando guerra aquí y allá, pese a los cambios en las reglas que persiguen su erradicación.

En el último mes, no obstante, ha vuelto a saltar a los titulares otro tipo de impostura golfística. John Huggan, el reputado periodista escocés, lo resumía con contundencia en un artículo publicado en la web Golf Australia. Por su talento, su maravilloso juego corto, su capacidad combativa y su polivalencia en el campo, salta a la vista que Patrick Reed es un gran jugador de golf, pero Huggan afirma (y yo estoy de acuerdo con él, pese a lo bien que me cae el estadounidense por distintos motivos) que nunca será un gran golfista. Porque para ello le falta el ingrediente de la integridad, una cualidad que se ha vuelto a poner en entredicho hace escasas fechas en el Farmers Insurance Open. Cuesta imaginarse a Patrick Reed en una situación similar a la que vivió Bobby Jones en el U.S. Open de 1925, cuando se penalizó con un golpe después de que su bola se moviera levísimamente al colocarse para golpear desde el rough. Solo él fue consciente de ese insignificante temblor, pero Jones no dudó en apuntarse ese golpe de más que terminó siendo decisivo, ya que Jones terminó perdiendo aquel torneo después de disputar 36 hoyos de desempate contra Willie Macfarlane. O. B. Keeler, su biógrafo, quiso dar fuste a aquella muestra de deportividad, pero el golfista le rogó que ni siquiera mencionara por escrito el incidente. «Es como si me elogiaras por no robar un banco», dijo Jones al escritor a modo de remate de una anécdota que, pese a los esfuerzos del mejor golfista amateur de la historia, acabó trasladada a libros y películas.

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Salvo que se produzca un cambio radical (y bienvenido), sería una lástima que el legado de un jugador del talento de Patrick Reed, un deportista capaz de imponerse a rivales cualificados en los mejores torneos y en todo tipo de terrenos, sea la duda.