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Óscar Díaz ofrece una nueva visión del eterno debate que acompaña al golf

La semántica del triunfo

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Jon Rahm - Sergio García
Sergio García y Jon Rahm celebran su victoria en los fourballs del sábado de la Ryder Cup de 2021. © Golffile | Scott Halleran

No me quiero poner excesivamente bíblico ni dramático, ni pretendo hacerme eco de las repercusiones de las últimas broncas en las redes sociales, pero ya en el Génesis se hace hincapié en la fuerza que tienen las palabras. Para empezar, Dios otorga a Adán el poder de dar nombre a las criaturas del mundo, y al hacerlo establece su primacía sobre ellas en toda la Creación. Ríete tú de la capacidad de la RAE para alterar la realidad con sus decisiones ortográficas y gramaticales…

Explicado de manera grosera y haciendo un salto mortal etimológico, al asignar un nombre se encierra en un determinado conjunto de circunstancias y cualidades en una cajita más o menos grande, una labor que a priori limita y constriñe. No obstante, el problema de la representatividad de los términos no suele estar en las palabras, sino en el uso que hacemos de ellas las personas, en la literalidad de nuestras mentes. Las palabras son un reflejo de la sociedad de cada época, y por eso la RAE, injustamente criticada en numerosas ocasiones, ejerce de notario que refleja su uso, al margen de que su significado contenga matices reprochables. La imperfección no suele estar en la palabra, sino en cómo la utilizamos.

Por otro lado, a veces nos agarramos al significado que aparece en el diccionario para justificar posiciones y reforzar argumentos, recurriendo a su autoridad para intentar zanjar cualquier discusión y modelar la realidad a posteriori. Llevándolo a nuestro terreno, al del golf, hay quien se sigue ofendiendo cuando se le tacha de juego y no de deporte, pese a los innumerables antecedentes históricos que hay, sobre todo en textos publicados en inglés, en los que se recurre a game y no a sport para definirlo, y que incluso en nuestro diccionario sus definiciones no están tan lejanas. En su primera acepción, deporte queda definido como «actividad física, ejercida como juego o competición, cuya práctica supone entrenamiento y sujeción a normas», mientras que su segunda acepción ofrece estas alternativas: «Recreación, pasatiempo, placer, diversión o ejercicio físico, por lo común al aire libre». Mientras tanto, en juego encontramos la siguiente descripción: «Ejercicio recreativo o de competición sometido a reglas, y en el cual se gana o se pierde». Queda claro que son términos que han convivido durante siglos sin problemas.

Al margen de lo que aparezca al echar la vista atrás en bibliotecas y hemerotecas (y recomiendo fervientemente la lectura de este artículo sobre el origen etimológico y uso de los términos «sport» y «deporte»), los desinformados tiran de tópicos (el aspecto de algunos jugadores, el carácter «no explosivo» de su ejercicio) para denigrar las cualidades deportivas del golf y negarle su naturaleza. A modo de respuesta, los conocedores reaccionan como si les hubieran pinchado ofreciendo ejemplos que refuerzan su posición, como el esfuerzo y la técnica necesarios para jugarlo a alto nivel, la importancia de la preparación física en el golf moderno, su incorporación a la familia olímpica o su esencia competitiva. Los anteriores argumentos son ciertos y está bien recurrir a ellos para «defender» el golf y su condición de deporte, aunque el esfuerzo de ofrecer razones a quien se basa en prejuicios suele ser vano.

Sin embargo, tampoco nos olvidemos de las bondades que nos ofrece el término «juego». A menudo decimos de algo que es un juego de niños para denigrarlo o menospreciar su dificultad, cuando en realidad eso es justamente lo más difícil. Despojarse de las pesadas vestiduras de las obligaciones, recuperar la desnudez metafórica de quien emprende su camino en la vida, la inocencia del que se sorprende con cualquier minucia, la sensibilidad de quien descubre un mundo nuevo, no está al alcance de muchas personas, y más en la vorágine que nos ha tocado vivir. El mundo moderno descarta las reacciones infantiles, pero a veces son las más puras, como las lágrimas que brotan cuando más nos importa lo que en realidad menos importa. Es bella esa inversión de términos siempre que sea momentánea.

El juego es lo que nos convierte en humanos, y es uno de los motivos fundamentales que explican el éxito de la Ryder Cup o de la Solheim Cup. Más allá de la capacidad deportiva, del talento exhibido, de las circunstancias geopolíticas, estas competiciones apelan a la víscera, al espíritu atávico del juego, a quienes eran sus protagonistas cuando no había dinero de por medio, cuando solo había disfrute, pasión y horas y horas en compañía de amigos y palos de golf… Más allá del sentimiento provocado por la pertenencia a un grupo, de la sensación de comunidad o de no fallar a quien tienes al lado, factores todos ellos importantes, la Ryder Cup y la Solheim Cup permiten a sus participantes recuperar a los niños que llevan dentro. Así lo explicaba Jon Rahm al finalizar la edición de este año de la Ryder Cup, saldada con una dura derrota pese a su gran papel. “No me lo he pasado tan bien en la vida”.

Remato este texto con una pequeña reflexión, sobre todo aplicable a la Ryder Cup. Ojo con los estadounidenses, a priori siempre superiores sobre el papel, pero las más de las veces agarrotados en las últimas décadas por su seriedad y por la densidad de su individualismo, sus micromundos y sus burbujas. Ojo con ellos si consiguen aparcar el negocio y sus diferencias. Ojo con ellos si han aprendido a disfrutar, como pareció que sucedía en Whistling Straits.

Podremos comprobar lo que sucede en 2023, en Roma y Finca Cortesín, donde viviremos los próximos capítulos de este maravilloso juego intercontinental.