Kurt Kitayama (-9) ha ganado una formidable edición del Arnold Palmer Invitational, después de sobreponerse a un tenebroso triple bogey en el hoyo 9 y de firmar un 72, vuelta de par en un peliagudo Bay Hill, siempre dispuesto a hundir el pecho al más pintado.
Formidable edición, sí, entre otras cosas por la talla del escenario (hay que ver la severa justicia que imparte el bello y legendario recorrido de Florida), que realza todavía más el esfuerzo y las capacidades de los jugadores, pero sobre todo por el desenlace concreto que se ha vivido: cuando el último partido ya estaba bien metido en el último tercio de la vuelta, todavía se amontonaban en la parte alta de la tabla hasta ocho candidatos al triunfo. Y qué candidatos.
En esa pelea estaban, por ejemplo, Rory McIlroy (-8) o Scottie Scheffler (-7), que además buscaban el doblete, con el Número Uno del mundo en juego, una vez que Jon Rahm había abierto la puerta. También Tyrrell Haton (-7), Viktor Hovland (-5), Harrish English (-8), Jordan Spieth (-7) y hasta Patrick Cantlay (-7), que aparecía de la nada con tres birdies en los últimos cuatro hoyos.
Por eso, por la alcurnia y el peso de los aspirantes, debe valorarse más todavía el triunfo de Kitayama, el patito feo de la glamurosa añada estadounidense de 1993, que hoy al fin se ha transformado en cisne a los ojos del mundo. Porque del 93 es Jordan Spieth. Y Justin Thomas. Y Bryson DeChambeau, Xander Schauffele o Daniel Berger. Con todos ellos, antes o después, fue coincidiendo Kitayama cuando todos eran unos chavales, pero asimismo, todos, antes o después, se fueron colocando antes y mejor. Los analistas, al otro lado del charco, le tenían incluso mucha más fe a Michael Kim (con razones objetivas, por cierto), otro proyecto de crack del 93, hoy perdido en las inmensidades de los rankings.
Él tuvo que hacer de meritorio en el circuito europeo, donde realmente comenzaba muy pronto a despuntar, con tempranas victorias, pues si algo no le ha faltado nunca a este jugador es valentía y desparpajo. A Kitayama no se le asusta así como así. Bien lo demostraba hoy en el hoyo 17, par 3, donde elegía la línea de tiro más complicada, pero la que más premio concedía en caso de clavar el golpe, como bien hacía, para luego además convertir el decisivo birdie. Tampoco el triple bogey en el 9, después de mandar fuera de límites la primera bola desde el tee, lo arrugaba. Puede que no sea un prodigio de solidez, pero su actitud sí es granítica. Vaya, que este achaparrado y fortísimo jugador tampoco era un don Nadie antes de arrancar esta semana la gira de Florida, pues aterrizaba como Número 43 del mundo, posición que mejorará a partir de mañana sustancialmente y que desde luego lo sitúa en otra dimensión. Más madera en la caldera del golf mundial.
Mucho antes de que el californiano estuviera incluso a punto de rubricar el triunfo con un nuevo birdie en el 18 (su putt desde 14 metros dejaba la bola asomada literalmente a la cazoleta), Rory se había complicado la vida con bogeys en el 14 y el 15, además de no ser capaz de embocar un putt de birdie en el 18 de tres metros; y Scheffler había cerrado ronda con bogey en el 18, desde el centro de la calle y a 135 metros de la bandera; y Hatton y Spieth con bogeys respectivos en el 17; y Hovland con borrones en el 16 y 18… La presión y las apreturas del leaderboard carcomían a la mismísima flor y nata del golf mundial, mientras el patito feo mutaba en portentoso cisne y se estrenaba como ganador en el PGA Tour en un torneo con hechuras de major. No perdamos por tanto de vista a este jugador, hecho a sí mismo a través de una innegociable y severa disciplina de trabajo. Cocinado a fuego lento, rico, rico…
