De repente, la semana que menos te esperas, aparece un jugador como Keith Mitchell (-9), líder del Wells Fargo después de la tercera ronda, al que habías aparcado de momento en tu imaginario de golf, capaz de jugar al golf tan bien, o mejor, que cualquiera de los top ten mundiales. Capaz de hacerlo de tanto en tanto, claro. Puede que incluso sólo una o dos veces, de año en año. Y habla Perogrullo: por eso unos son top ten mundiales (algunos, de hecho, de manera regular) y otros se van hasta el número 249 del mundo en cuanto se descuidan, como es el caso actual de Mitchell…
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El top 500 del mundo, por situar un techo y un suelo concreto, está plagado de profesionales como Mitchell, que se van poniendo ordenadamente en fila, semana tras semana, y te dicen aquí estoy yo, estas son mis capacidades, ésta es mi semana y a ver si me ganas… Y son ellos los que al final hacen más grandes a los Rory McIlroy (-7), segundo en el Wells Fargo, a dos golpes del líder, o a los Dustin Johnson, Jon Rahm, Justin Thomas y demás miembros del club de los ‘siempre o casi siempre me verás ahí arriba, año tras año’, que es un club virtual de nombre interminable pero de nómina muy reducida. Porque ellos, los Rory, Johnson, Rahm, Thomas y compañía, se la juegan entre sí muchas veces, pero además tienen que lidiar también con los inspirados de turno, que son legión y nunca faltan a la cita.
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La ingenua pregunta que uno se hace, semana tras semana, por ejemplo viendo jugar al golf a Keith Mitchell, tan preciso, tan potente, tan centrado, es cómo y por qué este hombre no es capaz de sacar su mejor golf más veces… Porque realmente no es que vaya al doscientos por ciento, o que lo está enchufando todo, sino que, y esta es la gracia, técnicamente, digámoslo así, está tan dotado o más que cualquiera de los mejores y su abanico de capacidades es igualmente tan amplio o más. ¿Qué es exactamente lo que, hasta la fecha, imposibilita a un jugador como Mitchell brillar con mayor regularidad? Esta sí que es la pregunta del millón y seguro que tiene que ver con eso que llamamos gen competitivo.
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Además, en golf, más que en ningún otro deporte, el profesional de máximo nivel, es verdaderamente consciente de todo ello. No todos, obviamente, pero sí hay muchos (cientos de ellos) que saben con certeza que tienen las capacidades para de verdad competir con quien sea, lo ven, lo tienen ahí, delante de sus ojos, y entienden, porque lo han experimentado, que su calidad de bola y sus recursos nada tienen que envidiar a los de nadie. ¿Entonces? Nadie se engañe, no suele haber atajos ni fórmulas etéreas, despegadas del barro, porque la moraleja al final, salvo en casos muy contados, es la misma: mucho trabajo y, muy importante, en la dirección adecuada. En la resolución de este jeroglífico (cuánto trabajo y en qué dirección) suele estar el secreto.
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Rory McIlroy ha cerrado hoy una notable ronda de golf (68) y mañana puede regresar al círculo ganador. Buena falta le hace (y nos hace: jugadores como él son parte de la sal de la vida), puesto que a día de hoy es número 15 del mundo, una cota del ranking por la que no se movía desde hace más de una década (año 2010). Pero quedan muchas emociones por vivir, ya que Quail Hollow es un test durísimo, con filtros muy sensibles a la hora de detectar la indeterminación y el mal juego. Phil Mickelson (+1), líder refulgente del jueves, sigue cayendo en la tabla; y hoy le ha tocado el turno a otros como Patrick Rodgers (+2, hoy vuelta de 79 golpes), Kramer Hickok (PAR, hoy vuelta de 76) o Matt Wallace (-4, hoy vuelta de 73), que salían a jugar en los últimos partidos.
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Ante el poderío y el nombre de Rory no van a estar en la pelea DeChambeau, Thomas o Schauffele, pero si Keith Mitchell, Luke List (-6), Scott Stalings (-5) o Satoshi Kodaira (-5), por no hablar de Gary Woodland (-7), jugador con mayor reputación, dispuestos a hacer valer sus talentos y a que sigamos haciéndonos preguntas ingenuas y de andar por casa.
