
Scottie Scheffler entró en Valhalla este domingo poco después de las diez de la mañana, dos horas antes de su hora de salida para disputar la cuarta ronda del PGA Championship. Regresaba al recorrido de Louisville después de firmar su primera tarjeta sobre par en casi nueve meses y dispuesto a dar carpetazo a la semana más larga, difícil y rocambolesca de toda su carrera.
La gran incógnita era saber cómo lo haría. La primera opción era encontrar al campeón, al golfista ganador, con raza y orgullo, tratando de dejar el pabellón bien alto una vez agotadas sus opciones de victoria por un mal sábado. La otra opción, mucho más humana, más lógica incluso, era ver a un jugador con ganas de irse a casa para reunirse de nuevo con su mujer y su recién nacido, superado por los acontecimientos, agobiado por lo que se le viene encima, dándole vueltas a la charla que mantuvo ayer durante media hora con su abogado nada más terminar su vuelta. Quién sabe si lo que le contó es que el equipo de producción de la ESPN que fue testigo de todo su incidente con el policía Bryan Gillis manifiestan que el comportamiento del Número Uno fue impecable y que prácticamente fue el propio oficial quien visiblemente nervioso se abalanzó sobre el coche de Scheffler. Quién sabe.
Pues bien, Scheffler se decantó por la primera opción, la del ganador implacable, la del feroz competidor. Firmó una vuelta de 65 golpes y achuchó para meterse en el top 10. Y eso que no lo tuvo fácil de inicio. Reunido de nuevo con Ted Scott, su caddie que se pidió el sábado de asuntos propios para ver la graduación de su hija, arrancó con dos putts de dos metros fallados. Se le escapó uno de par en el hoyo 1 tras una sacada de búnker más que notable y otro de birdie en el 2 después de un tirazo descomunal desde el rough. Scheffler mascullaba su rabia a la salida del green del 2. Son cabreos serenos los del golfista de Texas, pero cabreos al fin y al cabo. Sólo aflojó la mandíbula tras un comentario certero de Scott.
La vuelta empieza cuesta arriba, más riesgo aún de dejarse llevar y disfrutar tranquilamente del extraordinario baño de masas que se da a cada paso. La gente está con Scheffler. Lo vitorea en cada tee, se ponen de pie cuando llega al green y no dejan de hacerle comentarios durante sus largos paseos por el fairway mientras todos lo graban con sus teléfonos móviles. «Let’s go, Scottie», es lo más escuchado. El hit de la semana: «free Scottie», atrona cada cinco minutos. Él apenas responde, siempre va mirando hacia abajo y casi siempre solo, por delante, sin tan siquiera la compañía de su caddie. Es como si quisiera tener tiempo para sí mismo. Apenas alguna vez, en los pasos entre green y tee, cuando está más cerca del público, alza un poco la mirada, esboza una mínima sonrisa, muy mínima, y mueve ligeramente la cabeza hacia arriba, casi de manera imperceptible, a modo de agradecimiento por el apoyo que recibe.
En el hoyo 3 salva un buen par, pero en el 4 se le escapa de nuevo una opción de birdie bastante clara. Su exhibición los hierros es antológica. Una más. Scheffler está serio, meditabundo, incluso algo triste. Al menos, eso es lo que desprende. Da la sensación de no explicarse demasiado por qué le ha tenido que pasar a él una cosa así. Es cierto que Scheffler nunca ha sido un jugado muy expresivo, pero estuvimos muy cerca de él también en el individual de la Ryder Cup de Italia contra Jon Rahm y su semblante era otro muy distinto: también serio, pero fiero, concentrado, pleno de determinación. Hoy parecía estar en otro lugar…
Sólo lo parecía. Hace birdie en el 5 e intercambia las primeras sonrisas, tímidas eso sí, con Mark Hubbard, su compañero de partido. Se pone al par en el día, pero la realidad es que por el mismo precio podía estar cuatro menos, si contamos los putts de los hoyos 1, 2 y 4. Es la facilidad del genio. Son esos hierros que parece disparados con láser, siempre a la altura de la bandera, siempre por el lado bueno, siempre con una opción más que razonable de birdie. O casi siempre. Desde luego, mucho más que la media.
En el 7 se le escapa otra buena opción de birdie y pega el tiro del día en el 8. Se queda a palmo y medio del hoyo en uno. Ruge Valhalla. Arrecian los «let’s go, Scottie». A la salida de ese green se muestra más interactivo que nunca con los aficionados. No mira a la cara, siempre con el rostro al suelo, pero en el puente que separa ese green del 8 con el tee del 9, choca los puños con varios aficionados, especialmente los más pequeños. A uno de los críos se le salen los ojos de emoción y grita: «le he tocado los dedos, le he tocado los dedos».
Ahora sí, parece que Scheffler empieza a relajarse, se anima, los buenos tiros y los birdies lo encienden. Su cara cambia. Esa especie de expresión melancólica, da paso a una más relajada, más positiva. Es lo que tiene ser un competidor nato. Se alimentan de birdies. Justo después de pegar la salida del 10, se vuelve a escuchar el grito de guerra de las últimas 48 horas en Valhalla: «free Scottie». Buenos pulmones del muchacho. Hubbard hace un comentario y ahora sí Scottie se ríe a carcajadas.
Da la sensación de que al fin ha conseguido dejar a un lado lo ocurrido esta semana y se pone en modo golf. Llegan los birdies. 31 golpes por los segundos nueve. Ahora sí, relajado, entran los putts, incluso se divierte, discretamente por supuesto, pero se divierte.
Acaba con una tarjeta de 65 golpes, la mejor de la semana y es imposible no hacerse la gran pregunta: ¿qué habría pasado si Scottie Scheffler y Bryan Gillis no se hubieran encontrado en esa fatídica mañana de viernes en Shelbyville Road a la entrada de Valhalla? Nunca lo sabremos, pero parece impepinable que lo habríamos tenido peleando por la victoria. ¿No creen?


