Inicio Noticias La Cantera Una de fantasmas

Una de fantasmas

Compartir

NOMBRE: Ignacio González

CAMPO: Retamares (Madrid)

CUÁNDO: 28 diciembre 2001

QUÉ PASÓ… 

Son muchas las sensaciones que se pueden sentir en un campo de golf, pero pocas tan escalofriantes como la que viví el día de los Santos Inocentes del 2001…

Era una tarde de invierno bastante oscura. Había quedado con mi hermano para jugar 18 hoyos en el campo de golf de Retamares de Madrid. Nuestra salida era para las 2 de la tarde. Había poca gente, así que nuestro partido era sólo de dos. Recuerdo que estuvimos hablando de los ataques a las Torres Gemelas en Nueva York, ocurridos tan solo unos meses antes. La conversación ya me dejó un tanto destemplado.

Hacia las 5 de la tarde, mi hermano recibió una llamada en el móvil y dijo que se tenía que ir corriendo porque había algún problema en su trabajo. Se marchó hacia la casa-club y me dejó solo en un par 5. No había nadie a la vista, ni delante ni detrás. La tarde se había oscurecido aun más, y aunque la vista de la sierra desde el campo es espectacular, las nubes lo tenían en penumbra.

En ese par 5 coloqué sobre el tee una bola que me regalaron marcada con mis iniciales y salí con un drive más que decente. Luego me atreví a sacar la madera 3, con la que soy generalmente torpe. El golpe hizo un 'slice' brutal y la bola se fue a tomar viento. Saque otra bola, ésta amarilla, y esta vez cogí el hierro 4 (mi juego de palos no tiene el 3). El golpe fue extraordinario y me quedé a unos 100 metros del green. Por delante y por detrás seguía sin verse ni un alma. El ‘approach’ con el pitching wedge se me quedó un poco corto, y con el sand wedge la arrimé a un metro de bandera. Pero fallé el putt y al final me hice un bogey (si no cuento la bola perdida) que me supo a rayos.

Camino del siguiente tee comencé a ser consciente de lo solo que estaba y lo oscura que se estaba poniendo la tarde. Salí usando el hierro 4 de nuevo y la bola se me fue a un bunker. Mientras cubría la distancia entre el tee y el bunker, iba pensando que tal vez debía irme a casa después de ese hoyo. Todavía quedaban tres o cuatro hoyos y, al precio que está la ronda de golf, me resistía a abandonar. Me cuadré en la arena del bunker y me preparé para hacer una sacada larga. Cuando levanté la vista para calcular la distancia, vi que una bola venía rodando y se metía en mi bunker.

Salí de la arena y subí un pequeño promontorio para ver si estaba a salvo de otras bolas que podían venir de la calle que corría paralela a la mía, pero no había nadie. Me pase un buen rato mirando en todas direcciones buscando al dueño de la bola, pero nada. Volví al bunker y me acerque a la bola recién llegada. "¡No puede ser!", dije en voz alta para tratar de espantar el nerviosismo. La bola que había rodado plácidamente en mi bunker era la mía, la que tenía mis iniciales, la que había usado en la salida del hoyo anterior. 

Volví a subir al promontorio, esta vez en busca de mi hermano, con la esperanza de verle aparecer riéndose por la broma que me acababa de gastar. Tan convencido estaba de que era él, que le llamé al móvil esperando oír el timbrazo cerca de mi posición. Pero cuando cogió el teléfono pude escuchar claramente que estaba en el coche, con la radio a todo trapo. Cuando traté de explicarle lo que me estaba pasando, la llamada se perdió y me quedé petrificado, con el móvil en una mano y un hierro en la otra, mirando a la maldita bola. Recogí las dos bolas –tenía miedo, pero no tanto como para dejar dos bolas en el bunker– y marché con paso ligero hacia la casa-club.

Desde entonces, en las frías tardes de golf, cuando oigo a alguien por detrás que grita "¡Bolaaa!", me cubro la cabeza, pero por dentro no puedo evitar sentir un cierto alivio.