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Si el viejo Earl hubiese vivido…

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Si Earl Woods no hubiese fallecido el 3 de mayo de 2006, puede que todo hubiese sido distinto. Puede que la imagen que el 30 de diciembre anunciará que Tiger cumple 40 años, tuviese un tiro de cámara distinto. Se lo pueden imaginar: una gran tarta, los niños alrededor y una vitrina al fondo con más de 20 pulcros títulos de Grand Slam brillando.

Pero el cáncer mató a Earl y Woods se ha quedado sin su principal defensa. No es una cuestión de números. No tiene nada que ver que en su presencia ganó 10 grandes y luego, cuatro. Earl no hubiese aceptado jamás que su hijo cayera ladera abajo. Se hubiese puesto de parapeto. No hubiera consentido que, de repente, Elin Nordegren se convirtiese en la hermana despechada de todo el planeta y Tiger en el apestado cuñado al que hay que repudiar. Un asunto familiar, privado, traspasó el felpudo de los Woods y todos nos metimos en el recibidor de su casa. Ahí fue el germen de todas sus desdichas. A la hora de analizar cualquier acontecimiento posterior hay que reparar primero en aquella noche de Acción de Gracias. Con Earl no hubiese pasado.

De Tiger quedan los recuerdos. La lógica invita a pensar que no es razonable que desafíe ya el récord de Nicklaus, cuando los que actualmente discuten el reinado mundial son chicos que no han cumplido los 30. Para siempre quedará el Tiger Slam –un privilegio haber asistido a él en directo-, los contratos millonarios televisivos del PGA Tour y la figura de un jugador sublime. Pero se le cayó la etiqueta de El Mejor Jugador de la Historia. Y tampoco fue el Mesías como imaginó su padre. Tiger sigue siendo una excepción. Las minorías no han penetrado en los impermeables muros del golf como se auguró.

Ay, si el viejo Earl hubiese vivido un poco más…