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Una reflexión sobre la fragilidad

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Aunque el programa de actividades para estos días de confinamiento obligado se parezca, en muchas ocasiones, a una yincana desquiciada y no quede mucho espacio para la introspección, supongo que quien más quien menos le habrá dedicado un tiempo a pensar en cuán frágil es la realidad que nos rodea. Como insisten en Anna, la última película de Luc Besson, “los problemas nunca avisan”, ya sean en el ámbito doméstico o planetario. Hemos podido comprobar, por desgracia, cómo los acontecimientos se encadenan de manera improbable y lo que empieza siendo una anécdota local se convierte en un problema global cuyas implicaciones todavía intentamos tratar de entender (y contener), una especie de extrapolación a escala macroscópica de las series de sucesos que nos afectan en el día a día.

El golf es terreno abonado para las intervenciones extrañas del azar, aunque el filtro de contenidos que llevamos incorporado siempre nos lleva a acordarnos de las ocasiones en las que las circunstancias conspiraron en nuestra contra, y tendemos a meter debajo de la alfombra de los recuerdos, como si restaran méritos a nuestras andanzas deportivas, las veces en que la suerte se alió con nosotros. En el ámbito profesional, tres cuartos de lo mismo. Por cada anécdota relacionada con la buena suerte recordamos cinco de circunstancias funestas (Pedro Piqueras se sentiría orgulloso de nosotros).

Amanece que no es poco

Richard Boxall es un golfista inglés de cierto éxito que ahora ejerce de comentarista televisivo y que estuvo en activo casi dos décadas en el European Tour. Después de vivir un año mágico en 1990 en el que ganó su único torneo en el circuito, obtuvo su mejor clasificación en la orden de mérito, un decimoséptimo puesto, y representó a Inglaterra en la Alfred Dunhill Cup y la Copa del Mundo, el inglés tuvo un gran arranque en el Open Championship del año siguiente, torneo que, hasta entonces, había jugado seis veces con cuatro cortes fallados y un quincuagésimo segundo puesto como mejor clasificación. Sin embargo, después de las dos primeras jornadas en Royal Birkdale Boxall figuraba en la zona noble a solo dos golpes de los líderes y compartía emparejamiento con Colin Montgomerie en el llamado “día del movimiento”. Pese a ceder un golpe con respecto al primer clasificado, Boxall estaba aguantando el tirón y conservaba todas las opciones de triunfo, pero en el tee del hoyo 9 sufrió una de las lesiones más extrañas que se han visto en un campo de golf. Después de pegar su hierro 1 en este hoyo semiciego, Boxall oyó un chasquido horrible, notó un dolor agudo en su pierna izquierda y se desplomó. Se había partido la tibia.

Volver a empezar

Casi treinta años antes, Gary Player libraba un duelo épico con Dow Finsterwald y Arnold Palmer en la última jornada del Masters de 1962. Después de su triunfo del año anterior, el sudafricano pugnaba por hacerse con su segunda chaqueta verde consecutiva, una hazaña inédita en aquel entonces (y que posteriormente solo lograrían Jack Nicklaus, Nick Faldo y Tiger Woods) y a falta de unos pocos hoyos parecía que la tenía a su alcance. Sin embargo, Arnold Palmer firmó un remate de vuelta espectacular e igualó al “caballero negro”, y al desempate se sumó también Finsterwald. Al finalizar la vuelta, un aficionado estrechó la mano a Player con tanta efusividad que el golfista tuvo que ser atendido y vendado, y salió maltrecho a disputar el desempate de 18 hoyos al día siguiente. Player jamás puso como excusa aquel apretón de manos malhadado, pero lo cierto es que Arnold Palmer, a la postre ganador, lo tuvo una pizca más fácil gracias a aquel aficionado excesivamente cordial.

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No hace falta extenderse mucho más. Como decía mi abuelo, una de las personas más sabias que jamás he conocido, en esta vida “cada paso es un gazapo”, aunque en ocasiones el eco de la superación resuena más que las interferencias negativas del azar. Me atrevería a afirmar que las dos anécdotas que he rescatado no les sonarían demasiado hasta haberlas leído aquí, pero que muchos de ustedes tienen aún presente la última victoria de Tiger Woods en un U.S. Open, aquel maravilloso triunfo que logró en Torrey Pines en 2008 pese a jugar con la rodilla izquierda tocada y dos fracturas por estrés en la tibia izquierda. No tengo vocación de gurú, ni mucho menos, no me siento capacitado para animar a nadie y tampoco soy de los que cree beneficioso refugiarse en un mundo de color y dar la espalda a los aspectos más duros del día a día, pero tal vez no sea mala idea recurrir a ese tipo de referencias en estos tiempos y pensar más en Tiger que en el pobre Boxall.

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Aún peor que la fragilidad física es la fragilidad moral, un aspecto que resulta especialmente doloroso en una época en la todos nos necesitamos más. Los apóstoles del “todo mal” van de la mano de los despreocupados en una alianza nada constructiva y que solo siembra la desconfianza. Decía Chesterton que el mundo cambia no por lo que se dice o por lo que se reprueba o alaba, sino por lo que se hace, y que el mundo nunca se repone de un acto. Chesterton era otro hombre sabio.