El otro día, leyendo una columna de la gran Irene Vallejo, mi cerebro decidió interpretar «todo instante es un precipicio» donde en realidad ponía «todo instante es un principio». Fue un lapsus propio de la velocidad de lectura y, si estiramos el juego de palabras, la precipitación… pero la frase malinterpretada y apócrifa no deja de ser aplicable a muchos aspectos de la vida. Por ejemplo, a la manera en que Phil Mickelson ha transitado por los campos de golf desde que irrumpió en el golf profesional hace ya 30 años. Mientras unos abogaban por la seguridad y la rutina, por la línea recta y los ángulos canónicos, por el juego eficaz y los porcentajes, Mickelson optaba por las vías secundarias y los golpes imposibles, por la imaginación y el efecto, por el disfrute y el espectáculo. Pero Mickelson siempre ha sido mucho más que puro artificio o efectismo vacuo, como atestiguan sus 45 victorias en el PGA Tour y sus seis grandes, y estas líneas recién escritas no son más que un retrato apresurado hecho con brocha gorda ya que hay mucho más que se escapa a la brevedad de esta columna. Pero quedémonos con la divertida (e injusta, por qué no decirlo) caricatura que esbozó David Feherty y que conviene rescatar de vez en cuando: para el exjugador y comentarista irlandés, «ver a Phil Mickelson jugando al golf es como ver a un borracho perseguir un globo al borde de un precipicio». Ya saben, todo instante es un… principio, en este caso, uno nuevo que Phil Mickelson afronta con 50 años cumplidos.
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La última jornada del PGA Championship celebrado en Kiawah Island estuvo repleta de contrastes. Para empezar, el que ofrecía el duelo singular entre el veterano fogueado y el «aspirante» cualificado, con 20 años menos pero ya cuatro majors en su haber. Se hacía raro también, aunque nos fuimos acostumbrando, ver a caddies y jugadores tirar de medidores de distancia en plena competición, y a los ojos de los espectadores españoles seguro que lo más extraño fue la acumulación de público. De hecho, su efusividad y falta de contención estuvo a punto de interferir en el desarrollo del juego en el hoyo 18, aunque el torneo estuviera ya muy decantado. La digestión de esas imágenes no fue fácil para quienes seguimos recelando de cualquier mínima aglomeración y quienes tenemos un concepto, quizá anticuado, del comportamiento que debe observarse en un campo de golf.
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También se hizo extraño, aunque en este caso la extrañeza fuera producto de la envidia, el abrazo en el que se fundieron en el green del 18 el campeón y su escudero y hermano, Tim Mickelson, guía y caddie imprescindible. En estos tiempos en los que nos han arrebatado los abrazos, echamos mucho de menos esta herramienta básica de interacción y cariño y nos saben a poco los «enganches» de medio lado mirando al tendido y enfundados en mascarilla con lo que intentamos recuperar el pasado y ofrecer algo de calor a quienes sentimos más cerca, un remedo sin duda escaso. No sé si coinciden conmigo, pero los abrazos son el mejor invento del mundo. Los ceremoniosos pueden sellar un pacto o acabar con una guerra, pero los más íntimos, los privados, hablan cuando las palabras faltan, ofrecen calor y consuelo, un refugio que da esperanzas para seguir adelante, un espacio en el que quedarse a vivir. Incluso la fisiología y la anatomía acompañan, porque al abrazarnos notamos el corazón de quien nos acoge al tiempo que ofrecemos nuestros latidos, los dos órganos en una diagonal simétrica perfecta que resuena y conforta.
La receta de Mickelson no es precisamente mágica
Instantes después de salir del green, Jon Rahm y Phil Mickelson compartieron otro cariñoso abrazo. El español esperó tres horas a que Mickelson acabara su vuelta y se abrió paso entre el caos final para hacerle llegar su cariño a alguien imprescindible en su carrera, una persona que ha ejercido de amigo, mentor y maestro. De nuevo, un gesto maravilloso que trae a la memoria otros símbolos poderosos: el abrazo emocionante entre Nick Faldo y Seve Ballesteros en la Ryder Cup de 1995 que recordaba no hace mucho David Durán en este mismo portal, el abrazo cómplice y amistoso entre Tony Jacklin y Jack Nicklaus en otra Ryder, culminación del célebre The Concession en Royal Birkdale en 1969…
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La victoria de Phil Mickelson ahí está, igual que el espectacular récord de longevidad que ha arrebatado a Julius Boros después de 53 años, pero permítanme que me quede con esos dos abrazos como ejemplo y muestra de todos aquellos que se dan a quienes sufren y los necesitan. Ojalá, en estos tiempos extraños, sigan siendo mayoría quienes están dispuestos a ofrecerlos incondicionalmente, por duras (e incomprensibles) que sean las críticas, por difíciles que sean las circunstancias.