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Las alas del golf

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Arnold Palmer, en su avión.

Hace no tanto, viajar en avión no era tan habitual para el común de los mortales. Hace apenas tres décadas, en España no había aerolíneas de bajo coste, ni paquetes vacacionales económicos para llegar a los rincones más insólitos del planeta, y los desplazamientos en avión eran un lujo o una necesidad imperiosa para casi todo el mundo. En la actualidad, el avión ha vertebrado la globalización pese a su coste ecológico e incluso ha generado conceptos tan llamativos como el flygskam, esa vergüenza de volar que sufren quienes prefieren evitar las elevadas emisiones contaminantes de este medio de transporte. No obstante, este sigue siendo imprescindible, incluso en un mundo constreñido por las limitaciones a la movilidad impuestas por la covid. El avión ofrece rapidez y libertad, estrechando el mundo y ejerciendo incluso de salvavidas, como hemos podido comprobar conmovidos este mismo año durante la accidentada evacuación de Kabul.

Por supuesto, el deporte es uno de los aspectos de nuestra sociedad que más se ha beneficiado de la expansión del avión como medio prioritario de locomoción. Dos ejemplos rápidos a vuelapluma: a los terceros Juegos Olímpicos disputados en San Luis, Estados Unidos, solo acudieron once equipos, siete de ellos europeos, y Estados Unidos ganó 242 de las 283 medallas en liza. Por otro lado, al primer Mundial de fútbol que se jugó en 1930 en Uruguay no asistieron más que cuatro selecciones europeas (Bélgica, Francia, Rumanía y Yugoslavia). En ambos casos, se impusieron las dificultades y los altos costes que implicaba el viaje en barco.

La aviación es un elemento imprescindible en el golf moderno, aunque demos por sentada su existencia y solo evoque imágenes pesadillescas de retrasos, conexiones perdidas y bolsas extraviadas. Sin embargo, los principales circuitos mundiales llevan décadas sustentándose en el desarrollo de este medio de transporte que, inicialmente, acercó el Open Championship a los más destacados competidores estadounidenses y luego llevó a jugadores de todas las latitudes a torneos repartidos por los cinco continentes. Además de su respaldo logístico, el golf le debe al avión la recuperación de un concepto clásico, el Grand Slam, modernizado para incluir al Masters y al PGA Championship (en sustitución de los abiertos amateurs de Estados Unidos y Gran Bretaña) en una conversación que mantuvo en un vuelo transatlántico Arnold Palmer con el periodista Bob Drum mientras se dirigían al Open Championship.

Precisamente, Palmer popularizó el uso del avión para recorrer el mundo entero pilotándolo él mismo siempre que tenía ocasión, pero ni mucho menos fue el primero. A finales de los años 30 y primeros 40, el estadounidense Johnny Bulla se convirtió en el primer “golfista-piloto”, y durante la Segunda Guerra Mundial trabajó para Eastern Airlines mientras jugaba aquí y allá en torneos profesionales y exhibiciones. Una vez finalizado el conflicto, Bulla compró con varios socios un C-47 al Ejército y lo remodeló hasta convertirlo en un DC-3 de pasajeros para viajar a los torneos de golf (con Ben Hogan de copiloto más de una vez).

Otro golfista acostumbrado a llegar de manera grandiosa a los torneos de golf era E. J. “Dutch” Harrison, a quien durante la Segunda Guerra Mundial se le concedió permiso para pilotar un B-17 (un bombardero de la época), circunstancia que le hizo ganarse el sobrenombre de “Flying Dutchman” (el Holandés Errante de la leyenda). Harrison, que durante la guerra fue sargento del Ejército del Aire estadounidense, fue el primer militar en activo que ganó un torneo del PGA Tour al imponerse en el Charlotte Open de 1944 vestido con pantalones de faena, camiseta blanca y gorra militar. Coetáneo de Byron Nelson, Ben Hogan, Sam Snead o Jug McSpaden, Harrison logró 18 títulos en el circuito, jugó en tres Ryder Cups e ingresó en el Salón de la Fama del PGA en 1962.

Tampoco podemos olvidarnos de Percival Belgrave “Laddie” Lucas, un magnífico zurdo inglés que finalizó el Open Championship de 1935 como mejor amateur. Años después se las vio con un Messerschmidt ME-109 a bordo de un Spitfire cerca del canal de la Mancha y después de librar un intenso duelo tuvo que retirarse, con el avión gravemente dañado, para hacer un aterrizaje forzoso en el hoyo 9 del Prince’s Golf Club, un recorrido que conocía bien situado en la bahía de Sandwich. Su comentario después de aterrizar hábilmente sobre la panza y terminar ileso pero entre los árboles: “Nunca consigo coger esta dichosa calle”.

De aterrizajes forzosos en campos de golf también saben el actor Harrison Ford, que se convirtió en carne de meme internáutico cuando se vio obligado a buscar refugio en el californiano Penmar Golf Club, o el productor y empresario Howard Hughes, que estrelló el prototipo de su XF-11 después de intentar llegar hasta el Los Angeles Country Club. No fue la única excentricidad protagonizada por Hughes relacionada con la aviación y el golf. En cierta ocasión, para escándalo de los responsables del campo, aterrizó un monomotor Sikorsky en la calle del hoyo 8 del Wilshire Country Club para unirse a la partida que disputaban Katherine Hepburn y el profesional de dicho club.

Por supuesto, si hablamos de aviación y golf es inevitable acordarse de dos grandes campeones que perdieron la vida en accidentes aéreos. Tony “Champán” Lema, ganador del Open Championship de 1964 jugado en Saint Andrews con cinco golpes de ventaja sobre Jack Nicklaus, falleció en 1966 con su mujer a bordo de un avión privado que los llevaba desde el Firestone Country Club, donde había jugado el PGA Championship, al Lincolnshire Open. En un extraño azar del destino, la piloto del aerotaxi, Doris Mullen, intentó aterrizar en el Lansing Country Club, pero acabó estrellándose en el obstáculo de agua que protegía el green del hoyo 7 y todos los que iban a bordo del avión fallecieron. 33 años después, Payne Stewart, ganador de tres majors y jugador de cinco Ryder Cups, moría en un accidente mientras volaba desde su hogar a Texas para jugar el último torneo de año, el Tour Championship. Un error en la presurización del aparato provocó el fallecimiento por hipoxia de todos los ocupantes. El avión siguió volando en piloto automático hasta que se quedó sin combustible y se estrelló en Dakota del Sur.

Pero toca cambiar radicalmente de tercio para cerrar este artículo con un toque de optimismo (y me guardo para otro artículo los experimentos de “golf aéreo” que hubo en los años 20 y 30 en Estados Unidos y Gran Bretaña).

El libro de récord Guinness también ha servido para unir la suerte del golf y de la aviación de la mano de un campeón español, José María Olazábal, que tiene el récord al putt más largo jamás anotado. ¿El truco? Que el as de Hondarribia embocó dicho putt en el pasillo del Concorde que llevaba al equipo europeo a Estados Unidos para disputar la edición de 1999 de la Ryder Cup. La bola estuvo en movimiento durante algo más de 26 segundos hasta que alcanzó su objetivo, y dado que el Concorde viajaba a algo más de 2000 km/h, la esfera en realidad recorrió casi 15 kilómetros. La próxima vez que nos crucemos, me toca preguntarle a José María Olazábal si conserva el certificado oficial del récord.