Siempre se ha dicho, no sin razón, que el golf es un deporte de largo recorrido, especialmente para los amateurs. Aunque el carácter antinatural de sus movimientos sea fuente de innumerables problemas físicos para quienes no se apliquen (y de riquezas para el ilustre gremio de fisioterapeutas), también es cierto que no es un deporte explosivo –salvo que uno se dedique a la alta competición o a desguazarse en los torneos de larga distancia— y puede practicarse hasta edades provectas. Eso sí, una cosa es pasearse por el campo y otra hacerlo con cierta dignidad competitiva, ya sea uno profesional o amateur.
Hay científicos serios, como la bióloga española María Blasco, que ve cercana la barrera de los 140 años
Precisamente la presencia de jugadores veteranos luchando de tú a tú con otros más jóvenes suele ser uno de los argumentos falaces a los que recurren quienes no conocen el golf para denostarlo como deporte. Desde su punto de vista desinformado e instalado en el tópico, el golf sigue siendo ese deporte plácido que juegan señores con barriguita, y no son conscientes del cambio de paradigma que se ha producido en la preparación de los jugadores en los últimos veinte años y que ha afectado tanto a las nuevas generaciones como a los que ya superan la cuarentena. Si echamos un vistazo rápido al ranking mundial masculino nos encontramos a siete jugadores veinteañeros y a tres treintañeros, con una de las medias de edad más bajas de la historia entre los diez mejores, pero si ampliamos la perspectiva al top 20 ya aparecen cinco cuarentones (metemos a Kuchar, que cumple los 40 ahora en junio, en el mismo saco que a Casey, Stenson, Mickelson y Perez), otros tres veinteañeros y un treintañero.
Longevidad y competitividad siguen siendo términos que casan bien en el golf, aunque, como es lógico, las carreras se desgasten con los años y los relevos generacionales, aunque se demoren, acaben llegando. No hace falta acordarse del eterno Sam Snead, ganador en el PGA Tour con 52 años, o de la victoria de Jack Nicklaus en el Masters de 1986 con 46 años. En tiempos más recientes, Vijay Singh, Miguel Ángel Jiménez y Phil Mickelson han seguido sumando años y títulos a buen ritmo, y amenazan con seguir haciéndolo durante unos cuantos años más aunque la «juventud venga apretando», como diría el castizo. Hay incluso torneos que parecen acoger la veteranía con los brazos abiertos. El Open Championship, por ejemplo, parece querer dar fe a su carácter histórico ofreciendo un palmarés nutrido de canas. Como recogía Joel Beall hace unos meses en Golf Digest, los cinco ganadores más veteranos en los últimos 25 majors lo han sido al alzar la jarra de clarete y desde 2007 solo ha habido tres campeones del Open con menos de 32 años.
Sócrates intentaba sacar una melodía con la flauta instantes antes de dejar este mundo, mientras le preparaban la cicuta con la que debía suicidarse después de ser condenado a muerte por supuesta impiedad. Alguien le preguntó por qué lo hacía, a lo que el filósofo respondió sin inmutarse: «Para saber esa melodía antes de morir»
Esto está ocurriendo ahora, pero ¿qué pasará dentro de unas pocas generaciones? Hace unas cuantas semanas escribí sobre lo que podría depararnos el futuro del golf, pero me dejé en el tintero la variable fundamental: la influencia de la edad en los jugadores. La ciencia está librando una batalla en todos los frentes contra el envejecimiento, y todo eso tendrá su correspondiente reflejo en los distintos ámbitos de la vida. En lugar de atajar los síntomas del envejecimiento celular (es decir, las distintas enfermedades, como el cáncer), los científicos tratan de retrasar el proceso e incluso «curarlo», un término que parece aventurado pero que no teme pronunciar el doctor Juan Carlos Izpisúa, que trabaja desde 1993 en el laboratorio de expresión génica del Instituto Salk de California y es uno de los científicos españoles más respetados. Al margen del ruido que puedan generar charlatanes y timadores, hay científicos serios, como la bióloga española María Blasco, que ve cercana la barrera de los 140 años. La esperanza de vida en España en 1900 era de 35 años y en 2018 ya supera los 83, con lo que cabe preguntarse dónde se detendrá esa cifra una vez que se desarrollen las técnicas adecuadas.
Y cuando esto suceda (que no será pasado mañana), ¿estará a salvo algún récord de longevidad si las carreras se prolongan? Las plusmarcas de majors ganados establecidas por Roger Federer en tenis o Jack Nicklaus en golf, que ahora parecen inaccesibles (salvo que Tiger Woods nos deje con la boca abierta en el próximo lustro), ¿resultarán amenazadas si los mejores jugadores añaden una década o dos a sus carreras? Para Tolstoi, los dos guerreros más poderosos son la paciencia y el tiempo, dos bazas con las que contarán todos los futuros «veteranos rejuvenecidos».
La canción de la redención
Quizá la clave esté ahí. Si la variable física pasa a un plano secundario (aunque, evidentemente, los jóvenes contarán con obvias ventajas), la experiencia y la técnica estarán de su lado, pero ¿y la motivación? Si dejamos al margen el aspecto económico en el caso de los mejores o más privilegiados, ¿qué les llevará a prorrogar sus carreras? ¿Qué les moverá a disputar, e intentar ganar, más majors? Es posible que se limiten a responder «porque están ahí», la célebre frase que esgrimió George Mallory, uno de los alpinistas más célebres de la historia, cuando le preguntaron por qué escalaba montañas.
En cuanto a los golfistas amateurs, seguramente disfrutarán —lo siento, pero nosotros ya no llegamos— de la prórroga que les ofrecerá la ciencia, si finalmente estos estudios preliminares se concretan dentro de unas generaciones. Y los más apasionados lo harán sin hacerse demasiadas preguntas, por el mero hecho de mejorar un poco más, de dominar una técnica esquiva o de restar un golpe a sus tarjetas, con el mismo tesón que les ha movido hasta entonces. Y seguirán haciéndolo, si las circunstancias son propicias, durante unas cuantas décadas más, gozando de nuestro querido deporte hasta instantes antes de que ese tiempo añadido toque a su fin, con el mismo afán con el que Sócrates intentaba sacar una melodía con la flauta instantes antes de dejar este mundo, mientras le preparaban la cicuta con la que debía suicidarse después de ser condenado a muerte por supuesta impiedad. Alguien le preguntó por qué lo hacía, a lo que el filósofo respondió sin inmutarse: «Para saber esa melodía antes de morir». Ojalá nos mueva esa inquietud, también en el plano golfístico, hasta los últimos instantes de nuestra vida… independientemente de lo larga que sea.