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Firma una vuelta estratosférica de 69 golpes con sólo tres calles cogidas

Pablo al fin se gusta en un Grande siendo más Larrazábal que nunca

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Pablo Larrazábal - PGA Championship
La bolsa que Pablo Larrazábal está estrenando esta semana en el PGA con su marca de 11:am. © Ten Golf

Quizá sea mucho decir, pero así, a bote pronto, es lo que a uno le brota: en este East course de Oak Hill, preparado en versión major, y talla XXL, sólo un tipo podía ser capaz de jugar por debajo del par cogiendo sólo tres calles. Sólo tres de catorce. Pablo Larrazábal (-1, vuelta de 69), como no. 

Además, es que el barcelonés sólo firmaba un bogey, y lo hacía en el hoyo 8, el penúltimo de su vuelta. “Me ha dolido mucho, tenía unas ganas locas de acabar sin bogeys”, señalaba al terminar, aunque casi entre risas, para qué vamos a engañarnos.

Si no ha sido la mejor vuelta de su vida en Estados Unidos, poco le ha faltado. Era cruzar el charco y mustiársele esa alegría contagiosa que desprende su centelleante e irreverente juego. Esta vez no, esta vez Pablo ha sido más Larrazábal que nunca. Esta vez, digámoslo así, salía con una idea marcada a fuego: juguemos este campo con los recursos que tengo y domino, que no son pocos, tal y como lo demuestra mi palmarés; y no tanto a verlas venir, tratando de adaptarme a las circunstancias. 

Y ha habido de todo. Mucha pelea y agarrarse al campo, por encima de todo (estaba literalmente derrengado al finalizar la vuelta). Pero también muy buenas decisiones, muy inteligentes, midiendo con lucidez los riesgos. Y magia, ¿cómo iba a faltar la magia? Nos quedamos con el segundo disparo en el hoyo 9, el último de la ronda, donde para variar había fallado la calle. Estaba metido en una hondonada, con la bola en el rough y a 192 metros de una bandera en ese green en alto, con un desnivel de unos tres pisos, para entendernos (algo así como nueve metros), entre su posición y la cazoleta… Su hierro 5, abriendo un poco la cara del palo para meterla con todo en el rough, llevaba la bola a un metrito del hoyo, para terminar con un birdie imposible. O dejémoslo en improbable, tratándose de él. 

Ha peleado y ha ganado. Ha recuperado con finura y también ha metido buenos putts para salvar pares. No puede quejarse. Pero tampoco seríamos justos si no recordáramos que, con un poquito más de suerte, también podía haberse quedado muy cerquita del liderato. En el hoyo 3 tiraba un gran putt y la bola se quedaba asomada; en el 4, de nuevo para birdie, otro buen putt y media corbata; y en el 7… En el 7 estaba a punto de embocarla con un chip delicioso desde detrás del green, pero la bola volvía a quedarse literalmente asomada. ¿Pudo ser peor? Es posible. Pero también pudo ser aún mejor su registro. Fuera como fuera, Larrazábal se habría marchado al hotel plenamente satisfecho. 

No quiere todo esto decir que siempre que Larrazábal sea fiel a sí mismo, a su esencia, saldrá victorioso de la pugna. Bien lo sabe él. Bien sabe cualquier golfista que cuando no se puede, cuando no toca, poco o nada puede hacerse. Lo que pasa es que el porcentaje de éxito sube que es un gusto. Y además se lo pasa mejor.

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