La tercera acepción de la palabra escándalo en el Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua dice escuetamente: Desenfreno, desvergüenza, mal ejemplo. Pero la cuarta reza con no menos concreción: Asombro, pasmo, admiración.
De la tercera aún podemos rescatar el desenfreno para catalogar la actuación de Scottie Scheffler (-15) en la última jornada del Arnold Palmer Invitational, en la que ha jugado a otra cosa y en otro lugar: tarjeta de 66 golpes sin aparentemente despeinarse, el mejor registro del torneo en una jornada en la que apenas cuatro jugadores han sido capaces de bajar de los setenta golpes.
La cuarta acepción, en todo caso, lo clava. Scheffler, en semanas de este tipo, cuando su putter se deja de monsergas, es un escándalo andante. Asombro, pasmo, admiración.
Como no puede tenerse todo, lo cierto es que la exhibición de este extraordinario Número Uno del mundo ha desactivado parte de la emoción y el drama que cabía esperar. Los demás candidatos, es cierto, seguían el guion programado al milímetro: sangre sudor y lágrimas para ir sacando pares y en el mejor de los casos arañar un meritorio triunfo ante un campo tan exigente. Scottie, que había arrancado con birdie en el 1, después iba a ir salvando con eficiencia algunas situaciones más o menos delicadas (hoyos 2 y 4, por ejemplo), antes de sacar el rodillo como quien no quiere la cosa. Porque este hombre, cuyo juego de tee a green no tiene parangón ahora mismo, tiene eso, que todo lo hace con una naturalidad pasmosa. Como si no costara. Como si no tuviera ningún misterio. Como si la sacada de bunker en el hoyo 13, con el agua por detrás y la bola ligeramente hundida en la arena, fuese así de sencilla realmente (se dejaba el par prácticamente dado).
Qué manera de apuntar. De medir las distancias. De atinar con la estrategia a seguir. Qué modo de hacer realidad el golpe exacto que acaba de pergeñar en su cabeza. Qué abanico de recursos y capacidades alrededor de los greenes. Vaya extraordinario jugador, de sólo 27 años, capaz de mantenerse erguido en el trono mundial más de setenta semanas sin siquiera ser uno de los cien mejores pateadores del mundo, aunque en este punto, hoy, convenga hacer un matiz y hasta una advertencia: este domingo lo ha bordado en los greenes de Bay Hill, hasta el punto de haber terminado el torneo en quinta posición en la estadística de SG:Putting; habrá que ver si es una situación coyuntural o si por el contrario es el inicio de una tendencia, en cuyo caso ya podemos todos irnos santiguando ante la avalancha que se avecina.
Scheffler es, además, un campeón adorable precisamente porque no aspira a serlo. Terminará robándonos a todos el corazón sin pretenderlo. Esa es la magia de Scottie. Un fabuloso golfista que no precisa de aderezo alguno: catorce palos, un polo de tono templado, una gorra al uso, unos zapatos de golf de la tienda de la esquina, un peinado de los sesenta, una barbita de los setenta que se ha dejado crecer por pura pereza, un coche como el de tu prima, unas vacaciones como las de tu cuñado, su chica de toda la vida, una cena de celebración en McDonalds, si te descuidas… Un tipo honesto (salta a la vista), un currante humilde (a los hechos hay que remitirse), un modelo a seguir (aunque su swing más bien parezca inimitable)… Y un feroz competidor, no lo olvidemos, aunque hoy su victoria en un torneo con aroma de Grande, con cinco golpes de ventaja sobre Wyndham Clark (-10) y seis sobre Shane Lowry (-9) haya parecido un bucólico paseo.