Inicio Blogs David Durán Capítulo diez: La familia, bien, gracias

Capítulo diez: La familia, bien, gracias

Compartir
© Golffile | Thos Caffrey
© Golffile | Thos Caffrey
– Capítulo uno: Abro los ojos
– Capítulo dos: Jordan sólo decía ‘guau’
– Capítulo tres: Intimidades que no deberían contarse
– Capítulo cuatro: Tiger Woods al rescate
– Capítulo cinco: ¿de verdad seré yo el primero?
– Capítulo seis: El parné, vil y encantador
– Capítulo siete: Como un espectro blanco y difuminado
– Capítulo ocho: Los parias de este circo
– Capítulo nueve: Negro, de arriba abajo

*El aspirante es un relato de ficción escrito por David Durán durante el confinamiento decretado por el gobierno de España por la crisis mundial provocada por el coronavirus Covid-19. Se irá publicando por capítulos mientras dure la cuarentena.

Son las 9:32 AM. Encargamos un copioso desayuno, porque al menos yo no volveré a probar bocado hasta el hoyo 2 de la ronda decisiva, dentro de más de cinco horas. Casi siempre lo hago así, juegue por la mañana o por la tarde: salgo del tee del 2 comiendo algo, unas veces más y otras menos. Es un ritual como otro cualquiera. Un modo de decirme: chico, ya ha pasado lo peor; come, bebe, juega al golf y disfruta.

Mientras esperamos, Guille me pone al día de lo que acontece en mi familia. No es muy normal, lo sé, pero durante las semanas de torneo, tanto mis padres como mi hermano se comunican conmigo a través de Guille, que al fin y al cabo es como uno más de la parentela. No se trata de ninguna consigna ni fue nada meditado, establecido o consensuado. Nos salió así de un modo natural, porque yo soy muy mío cuando ando en competición, y así ha quedado.

-Tu padre estaba más pendiente de la partida que tenía hoy en Spyglass que de ti y tu US Open.

Así es mi padre, que no se ha perdido un major en vivo y en directo desde que jugué el primero, no hace tanto tiempo. Es cierto, hoy tenía salida temprana en Spyglass, uno de los campos cercanos a Pebble, y ayer, en medio del trajín, poco o nada parecía interesarle que mi 62 anduviera dando la vuelta al mundo. Es un hombre sencillo, de pueblo, un agricultor recio que aprendió a jugar al golf hace apenas tres años, pasados los cincuenta, casi a la fuerza, escéptico y burlón, pero que se enganchó y ya es hándicap 9. “Lo que yo te diga: más intringuli tiene el buen uso de la guadaña que el suin de golf”, repite.

Nunca ha entendido que un tipo como yo pueda ganar semejante dineral por terminar, pongamos por caso, decimoctavo en un torneo. No le falta algo de razón, para qué vamos a engañarnos, aunque yo nunca se la doy. Al fin, no obstante, tomó el atajo que todos le marcábamos: déjate de reproches y de gaitas y disfruta el maná que le ha caído encima a tu hijo. Hoy, la tierra, su campo, sigue rindiendo -espárragos, pimientos, melones…-, pero él ya no se remanga tanto y dirige las operaciones más que otra cosa, mientras yo pago a los jornaleros. Well done, daddy.

“Si yo hubiera aprendido con tu edad, ibas a saber lo que es bueno”, me dice contrariado, incluso enfadado, las pocas veces que hemos jugado juntos. Salimos los dos solos al campo, hándicap mediante y en formato match play, y son partidas a cara de perro, muy ásperas, tensas, en las que no me permito ninguna relajación. Ni un solo regalo. Diría que para mí es tan importante jugar mi primera Ryder como mantenerme imbatido ante mi padre. Anda, dale el gusto alguna vez, me sugiere mi madre a escondidas. Por encima de mi cadáver, respondo.

También me cuenta Guille que mi madre está en una nube. Ella nunca viaja conmigo. No le gustan los aviones y odia, casi hasta el paroxismo, aeropuertos y estaciones. No hay más que hablar. Sin embargo, le apasiona seguir las retransmisiones de los torneos, bajo la supervisión -bajo la batuta, poco más o menos- de mi hermano, que vive en Madrid, pero que se desplaza hasta Brea en fechas o situaciones señaladas.

-Si zurra el viento, gana. Que zurre, Guille, que zurre -exclama mi madre.

Ojalá fuera todo tan sencillo.