Inicio Blogs David Durán Capítulo catorce: The Golfer who came in from the Virus

Capítulo catorce: The Golfer who came in from the Virus

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El primer putting green que se construyó en Brea de Tajo.
El primer putting green que se construyó en Brea de Tajo.
– Capítulo uno: Abro los ojos
– Capítulo dos: Jordan sólo decía ‘guau’
– Capítulo tres: Intimidades que no deberían contarse
– Capítulo cuatro: Tiger Woods al rescate
– Capítulo cinco: ¿de verdad seré yo el primero?
– Capítulo seis: El parné, vil y encantador
– Capítulo siete: Como un espectro blanco y difuminado
– Capítulo ocho: Los parias de este circo
– Capítulo nueve: Negro, de arriba abajo
– Capítulo diez: La familia, bien, gracias
– Capítulo once: Lucius y el golf como arte marcial
– Capítulo doce: Sin novedades en el ‘nueve’ titular
Capítulo trece: Un milagro en tierras de Castilla

*El aspirante es un relato de ficción escrito por David Durán durante el confinamiento decretado por el gobierno de España por la crisis mundial provocada por el coronavirus Covid-19. Se irá publicando por capítulos mientras dure la cuarentena.

¿Cómo pudo un zagal de Brea de Tajo, hijo de agricultores, evolucionar del modo que lo hizo, abrupto, con tan pocos medios -aquel campo de fútbol transformado en una cancha multiusos de golf-, sin apenas referencias sólidas, técnicas o de cualquier otro tipo, a las que agarrarse?  

Por un lado, tenía el talento. Puro, neto. Inexplicable. Sencillamente, desde que recibió las primeras nociones del juego su cuerpo se hizo uno con el palo por sortilegio paranormal. Todo lo que veía era capaz de replicarlo. Y en internet se podía ver mucho y variado.

Por otro lado, Chus contó desde el inicio con dos aliados inestimables. El primero, su hermano Miguel, que era tres años mayor que él y también pertenecía, como Guille, a la primera generación de niños de Brea que estrenaron el primitivo putting green del colegio. Miguel chifló con el golf como nadie en el pueblo y no tardó en comprender, siendo todavía muy joven y con los conocimientos justos, que su hermano pequeño se salía de la norma. Algo tenía que lo hacía diferente cuando agarraba el putter en el patio escolar. También cuando blandía otros palos de la bolsa…

Porque Miguel, antes que nadie en Brea de Tajo, practicó un golf primitivo, montaraz, en el pequeño terreno agrícola de su padre. Primero solo, luego con su hermano, acaparando y casi haciendo suyos algunos de los palos que la federación madrileña había donado en su día al colegio. Él, por tanto, también antes que nadie en su pueblo y en el mundo, se dio cuenta de que su hermano pequeño tenía el don. No era una intuición, sino más bien una evidencia: por cada hora que Chus andaba a zurriagazos en la era, él pasaba tres; sin embargo, la habilidad del mocoso triplicaba la suya. Cada vez que se enganchaban a un tutorial de golf en internet, Chus calcaba de inmediato la lección con extraordinaria naturalidad, mientras que él sólo la parodiaba a duras penas.

El segundo gran aliado fue su madre, Herminia Rosell. A ella siempre le hizo gracia el golf. O más bien: de inicio, le intrigaba aquella actividad tan ridícula, capaz de abducir de aquel modo a su hijo mayor; luego, supo conceder la trascendencia debida a las capacidades que parecía mostrar el menor. “Si el niño tiene buena mano y se divierte, déjalo estar”, repetía a su escéptico marido, que andaba siempre bufando, molesto con la nueva afición de los críos.

Hubo, por desgracia, un tercer, horroroso y definitivo aliado en la progresión de Chus Urbina. Dos meses de cruenta pandemia y confinamiento cambiaron su vida. Los que fueron de mediados de marzo a mediados de mayo de 2020. Nadie que lo viviera ha podido olvidar aquella galopada mortífera de un virus traicionero que rasgó el planeta de uno a otro confín. Pero de aquella aterradora experiencia -rebosante de muerte, pena, miedo, mentiras, impotencia y confusión-, brotaron después enroques a gran escala que todavía hoy tratan de transformar el mundo. Y también millones de vivencias, en apariencia insignificantes -incluso frívolas- en la enormidad de la hecatombe, que alteraron para siempre la vida de seres humanos concretos, con nombres y apellidos. Una de aquellas vivencias fue indiscutiblemente la del niño Chus Urbina.

Durante aquellos 56 días de encierro severo que hubieron de pasarse en España -del 14 de marzo al 8 de mayo del año 2020-, su pulsión festiva por el golf mutó en progresión geométrica y en todos los sentidos. A pesar de su pronta edad -cumplió los 11 en abril, en pleno confinamiento-, el golf pasó de ser un puro pasatiempo, una competición doméstica y fraternal, a poco menos que una obsesión. Antes de la pandemia y en vista de la buena mano que mostraba, su madre ya le había llevado a competir a algunos torneos puntuables, en los que no había sobresalido especialmente, aunque tampoco le fuera nada mal, teniendo en cuenta que por primera vez salía de Brea para enfrentarse a un recorrido de golf hecho y derecho. Era un modesto hándicap 13,2, que tampoco estaba nada mal para quien andaba replicando en terreno rústico lo que los maestros enseñaban a través de la red desde sus ajardinadas calles de prácticas.

Quizá fueran cuatro o cinco horas diarias las que el mocito dedicó durante el encierro a perfeccionar su swing y a afilar el putt. En cualquier caso, un rato largo, largo, por la mañana; otro por la tarde. Lanzaba cientos de bolas contra una vieja manta que su madre le había procurado y que su hermano instaló en la parte trasera de la casa. También pateaba en una generosa superficie de tierra que ellos se encargaban de limpiar y apisonar, palmo a palmo. Y después, junto a Miguel, jugaba docenas de veces el hoyo agreste que habían desbrozado junto a la era y que no tenía más de 75 metros de longitud. En muy poco tiempo, tales eran sus aptitudes, había dado un salto de calidad vertiginoso, bien certificado por su hermano mayor.

Hubo otra encrucijada trascendente en el proceso. Miguel y Chus se las habían arreglado para contactar con Fredy Lilly, entrenador de benjamines, alevines e infantiles en la federación madrileña, hasta el punto que terminaron enviándole vídeos con la muestra de sus progresos y, a continuación, recibiendo las pertinentes correcciones y orientaciones que, a la corta y a la larga, tanto ayudaron a Chus, pues fue entonces cuando entendió que no sólo había que ‘hacer’ un swing, sino que había que sentir de alguna manera el golpe y su intención.

Todavía hoy seguía visitando a Fredy cuando sentía que algún fundamento se le estaba descolgando. Y cuando el robot le ganaba la batalla al alma.

Además, en una potente línea paralela se desarrolló en su interior un ansia nuevo y enfebrecido. Quiero ganar. Se lo repetía como un lunático cuando se iba a acostar. Y cuando abría el grifo de la ducha. La culpa, quizá, fue de su padre. A la caída de una tarde fresca, mientras Chus celebraba un apretado triunfo ante su hermano mayor en el tosco hoyo que se habían pergeñado, se acercó meditabundo y le dijo, sólo a él: “Qué jodío. Será esto lo que os vuelve a todos locos con el deporte: si eres el mejor, lo normal será que ganes. ¿No es eso? Qué jodío. Igualito que la puñetera vida. Yo no he ganado una boñiga en mi vida”.

Tras el confinamiento, una vez que todas las actividades fueron recuperando la normalidad, y a pesar de la salvaje crisis económica que azotaba al país, también a su sencilla familia, logró convencer a su madre para que lo inscribiera en un puntuable zonal que se había pospuesto por la crisis pandémica. Lo ganó, reventó su hándicap y, gracias a ello, se metió de cabeza en el campeonato de España Alevín, también pospuesto, que se celebraría en septiembre. Allí acabaría tercero y, desde luego y por muy niño que fuera, sintió que ya no había vuelta atrás.

 ‘The Golfer who came in from the Virus’. Así tituló su crónica Alan Shipnuck, reputado golfwriter estadounidense tras la gesta de Chus Urbina el sábado 19 de junio de 2032, tercera ronda del US Open. No era para menos.