Inicio Blogs David Durán Capítulo 17: Todos los caminos llevan al tee del 1

Capítulo 17: Todos los caminos llevan al tee del 1

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Tiger Woods durante el US Open 2019 en Pebble Beach. © Golffile | Fran Caffrey
Tiger Woods durante el US Open 2019 en Pebble Beach. © Golffile | Fran Caffrey
– Capítulo uno: Abro los ojos
– Capítulo dos: Jordan sólo decía ‘guau’
– Capítulo tres: Intimidades que no deberían contarse
– Capítulo cuatro: Tiger Woods al rescate
– Capítulo cinco: ¿de verdad seré yo el primero?
– Capítulo seis: El parné, vil y encantador
– Capítulo siete: Como un espectro blanco y difuminado
– Capítulo ocho: Los parias de este circo
– Capítulo nueve: Negro, de arriba abajo
– Capítulo diez: La familia, bien, gracias
– Capítulo once: Lucius y el golf como arte marcial
– Capítulo doce: Sin novedades en el ‘nueve’ titular
– Capítulo trece: Un milagro en tierras de Castilla
– Capítulo catorce: The Golfer who came in from the Virus
– Capítulo quince: Como si fuera el arco de un violín
Capítulo 16: Qué gallito se pone el líder del US Open

*El aspirante es un relato de ficción escrito por David Durán durante el confinamiento decretado por el gobierno de España por la crisis mundial provocada por el coronavirus Covid-19. Se irá publicando por capítulos mientras dure la cuarentena.

Primero ha sido una sospecha y enseguida una cruda certeza: ya no hay marcha atrás. Envuelto en mi velo zen de parsimonia -una marcha menos, manos blandas, torso elástico y ojos despiertos-, que me deja suspendido en el tiempo, los minutos vuelan a ras de suelo, me rebasan por la izquierda y la derecha y de paso me muestran clara una senda que lleva al tee del hoyo 1 de Pebble Beach.

No, no hay marcha atrás. Tampoco un solo camino, es verdad, pero todos llevan invariablemente al tee del 1.

Se despliega ante mí una sorprendente ceremonia de la paradoja, pues cada suceso concreto lo percibo a cámara lenta, pero su concatenación discurre a velocidad de vértigo:

Uno. Carlos me llama, me pregunta si necesito algo, si todo está en orden. Se defiende: “no me he pasado porque sé que no te gusta”. Nos reímos con no sé qué pamplina y quedamos en vernos en unos minutos en la recepción del hotel.

Dos. El estiramiento siempre lo comienzo y termino por los abductores. Sin unos abductores tersos y flexibles no soy el mismo en el campo de golf. Es casi una superstición.

Tres. Me lavo la cara con agua fría. Vuelvo a mirarme fijamente en el espejo: chico, que no es para tanto; tan solo sal ahí y juega al golf. Y sonrío de oreja a oreja mientras recuerdo una máxima de mi madre: salir al campo, al huerto, a la era, a calcular los daños después de una granizada devastadora, eso sí que es duro.

Cuatro. Salgo de la habitación con el presentimiento de casi siempre: algo he olvidado y tendré que regresar a recogerlo.

Cinco. Coincido en el ascensor con un reconocido mánager. Hoy es tu día de gloria, no tengas la menor duda, me dice. Se lo agradezco sinceramente.

Seis. En la recepción del hotel freno en seco, como si esperara que alguien me abordara. Y también por dar gusto a los presentes: con todos ustedes, el líder del US Open, sereno y metido en faena. Procuro no tropezarme. No dar un paso en falso. En efecto, me aborda un productor del World Tour Channel y me recuerda que un dron seguirá mis pasos hasta la calle de prácticas.

Siete. ¿Dónde coño está Carlos? Lo busco desesperadamente. Esta manía suya, que tanto y bueno dice de él, de dar un paso atrás, a la segunda fila. Al fin lo veo, apartado y hablando por teléfono. Cuando cruzamos las miradas despide presuroso la llamada y se acerca.

Ocho. Carlos me tiende una gorra. Es la que tienes que llevar hoy, no la pierdas, dice. Es preciosa, negra y con unos elegantes ribetes con los colores de la bandera española. En el frontal, bordado, el nombre de la marca y un lema en inglés: Nuestro Guerrero Español. Así, así, que quede clarito.

Nueve. Nos subimos en el transfer. Sólo vamos nosotros dos y el chófer. No puedo evitar volver a preguntarme: ¿dónde está la guardia pretoriana que se le supone a un gran campeón? Mejor así, concluyo. Carlos y yo, mano a mano.

Diez. Los chicos de Tengolf me esperan arriba, junto al putting green. Quieren una pequeña entrevista. Buf. Demasiado. Había que intentarlo, dicen. Mamones, respondo. Hay confianza. Nuevo abrazo con Guille, discreto y rápido. No veo el momento de ponerme a patear. Serán sólo cinco minutos, antes de irme a dar bolas.

Once. Intenso calentamiento antes de pegar la primera bola. Carlos se ha quedado atrás, a sus cosas. Entiende que ya estoy en manos de Guille. Soy como un paquete con la etiqueta de ‘FRÁGIL’ que se van pasando. En fin, exactamente lo mismo que hubiera hecho en la segunda jornada de un Open de Portugal. Mejor así, me repito.

Doce. Saludos varios. A Lucius Pay, un poco de compromiso. A Jon Rahm, mucho más afectuoso. Lucius ya está pegando berridos, de menos a más, para entretenimiento de los cientos de aficionados que están situados en la grada del campo de prácticas.

Trece. Ni una sola molestia física, real o imaginaria, cuando comienzo a blandir los palos. Si acaso, una cierta rigidez en el tope del backswing. Paciencia, son los nervios, me digo. Excelentes sensaciones con los wedges. Terribles, sin embargo, con el hierro 4. No pego un solo golpe redondo con este palo, como si no pasase a través de la bola. Se lo digo a Guille: oye tú, igual no es buena idea pegar este hierro en el tee del 1. Su respuesta aclara el panorama: al margen de la sensación que hayas tenido tú, ahí no me meto, te aseguro que la bola ha salido bien. No se hable más. Se mantiene el plan. Y en silencio celebro que la primera intervención de mi caddie haya sido nítida y valiente. De todos modos, lo último que hago en la calle de prácticas es pegar un hierro 4 postrero. Decentito, según lo veo yo. Fabuloso, según Guille.

Catorce. Juego corto. Hace tiempo decidí que lo mejor era buscar posiciones y tiros imposibles en la arena durante el calentamiento previo a la competición. Me relaja el reto. En el rough, sin embargo, procuro encontrar sensaciones más reales y, desde alguna posición sencilla, no paro hasta embocar al menos una bola.

Quince. Escucho a mi padre al otro lado de la valla. Discute con Indalecio y Toño acerca de cómo organizarse para comer mientras yo juego la ronda decisiva. Mejor ni miro, pero reconozco que casi me entran ganas de saltar y unirme al grupo: ya habrá ocasión otro año de salir a jugar la última ronda de un US Open con siete golpes de ventaja.

Dieciséis. En el putting green, después de coger un nuevo transfer que nos baja al campo. Los berridos de Lucius tornan en sedosos maullidos cuando patea. Por más que lo sepas, que estés avisado, son chocantes. Y molestos.

Diecisiete. Dejo que se vaya antes que yo al tee. Tiro un último putt de unos ciento veinte centímetros. Dentro. Y aguardo a que Guille pronuncie nuestro santo y seña:

-Chus, no tenemos que operar a nadie a corazón abierto; sólo se trata de pegarle a una bola con un palo.