Inicio Blogs David Durán Capítulo 18: Lo que toda Norteamérica (o casi) espera de mí

Capítulo 18: Lo que toda Norteamérica (o casi) espera de mí

Compartir
Pebble Beach Golf Links.
Pebble Beach Golf Links.
– Capítulo uno: Abro los ojos
– Capítulo dos: Jordan sólo decía ‘guau’
– Capítulo tres: Intimidades que no deberían contarse
– Capítulo cuatro: Tiger Woods al rescate
– Capítulo cinco: ¿de verdad seré yo el primero?
– Capítulo seis: El parné, vil y encantador
– Capítulo siete: Como un espectro blanco y difuminado
– Capítulo ocho: Los parias de este circo
– Capítulo nueve: Negro, de arriba abajo
– Capítulo diez: La familia, bien, gracias
– Capítulo once: Lucius y el golf como arte marcial
– Capítulo doce: Sin novedades en el ‘nueve’ titular
– Capítulo trece: Un milagro en tierras de Castilla
– Capítulo catorce: The Golfer who came in from the Virus
– Capítulo quince: Como si fuera el arco de un violín
– Capítulo 16: Qué gallito se pone el líder del US Open
– Capítulo 17: Todos los caminos llevan al tee del 1

*El aspirante es un relato de ficción escrito por David Durán durante el confinamiento decretado por el gobierno de España por la crisis mundial provocada por el coronavirus Covid-19. Se irá publicando por capítulos mientras dure la cuarentena.

Mi llegada y espera en el tee del 1 no se rige por ningún ritual escrupuloso. No manejo una rutina clara y rotunda, aunque sí trato de llegar el último, como ya he apuntado. Digamos que no hay nada allí que me sienta obligado a hacer o dejar de hacer, salvo el estricto cumplimiento de las normas de cortesía, por supuesto.

(Por cierto, saludo a Lucius y lo veo menos suelto -¿risueño?- de lo que esperaba. Lo celebro interiormente: me provoca cierta pereza el compañero festivo y dicharachero. También, siendo un adolescente y en los prolegómenos de un torneo, me repateaba que algún chico, o su padre, sacara a pasear la clásica coletilla: “Hemos venido a disfrutar, vamos a pasarlo bien”).

Sí tengo hábitos que casi brotan del subconsciente. Por ejemplo, conservo la manía de comprobar que las posiciones de bandera que te brinda el starter junto a la tarjeta son las mismas que llevo yo. Siempre lo son, claro. Pero por si acaso. En el tee del 1 tampoco suelo fijarme nunca en cómo le va o le está yendo el hoyo al partido de delante. Además, como la mayoría de jugadores, suelo centrarme en repasar el primer tiro del día, que normalmente también ha sido testado ya en la calle de prácticas. Y, si nos ponemos puntillosos, diré además que trato de no llegar quedando menos de cinco minutos ni más de siete -al final va a resultar que sí tengo organizado un ritual de tomo y lomo; nunca lo hubiera dicho-.

Esta vez piso el tee del 1 de Pebble Beach, domingo 20 de junio de 2032, a las catorce horas y veinticuatro minutos, seis minutos antes de la salida oficial del último partido, el mío. A Lucius lo han recibido con aplausos, silbidos entusiastas y vítores. A mí, sólo con aplausos. La Norteamérica más iconoclasta se ha entregado a Pay y, aunque hoy tenemos a siete estadounidenses en los seis últimos partidos, que ya está bien, seguro que muchos de los presentes no harían ascos a una victoria épica del singapuriense, el chico de los berridos marciales, de la cinta en el pelo y el polo akimonado. Lleva colgada la etiqueta de revolucionario del golf, aunque a mí, más allá de la parafernalia y el disfraz, no es un jugador que me toque la fibra. Es, eso sí, sorprendentemente sólido para lo larguísimo que pega y patea de escándalo.

Tras los saludos de rigor me planto y miro la grada de soslayo. Por un lado, casi me divierte caer en la cuenta de que el noventa y nueve por ciento de quienes están allí desean fervientemente que arranque ya mismo mi lento y terrible ascenso al Gólgota; cuanto antes se abra el abanico de candidatos, mejor que mejor. Por otro lado, lo reconozco, tal consideración termina por acongojarme. A lo mejor es por eso que aquí y ahora, sobre el tee del 1 de Pebble, echo de menos una última sentencia templadita de mi coach, Pello. No iba a caer esa breva. Hace ya algún tiempo y después de darle muchas vueltas ambos convenimos que nos iba mejor cuando no departíamos durante las semanas de competición. Habíamos hablado el miércoles, es cierto, y también nos habíamos dicho entonces que, pasara lo que pasara, no lo volveríamos a hacer durante el resto de la semana. Él, como buen vasco cabezón, había cumplido. Yo, como digno y recio castellano, también.

Muevo los hombros y el cuello. Los segundos transcurren remolones entre murmullos de pura excitación. De tanto en tanto, retumba algo más que un rumor. Al paso de los artistas Pebble ruge desafiando al mar. Miro a Guille y lo veo entero. Le aviso señalando con el dedo índice: no se te ocurra decirme aquello de vamos a salir a disfrutar y bla bla bla. Se ríe con ganas.

-¿Me ves conjuntado y con la gorra bien calada? -me pregunta.

-Estás de pasarela.

-Más me vale. O Dalila me mata.