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Capítulo 29: Uno de los dos impostores asoma la patita

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Hoyo 5 de Pebble Beach.
Hoyo 5 de Pebble Beach.
– Capítulo uno: Abro los ojos
– Capítulo dos: Jordan sólo decía ‘guau’
– Capítulo tres: Intimidades que no deberían contarse
– Capítulo cuatro: Tiger Woods al rescate
– Capítulo cinco: ¿de verdad seré yo el primero?
– Capítulo seis: El parné, vil y encantador
– Capítulo siete: Como un espectro blanco y difuminado
– Capítulo ocho: Los parias de este circo
– Capítulo nueve: Negro, de arriba abajo
– Capítulo diez: La familia, bien, gracias
– Capítulo once: Lucius y el golf como arte marcial
– Capítulo doce: Sin novedades en el ‘nueve’ titular
– Capítulo trece: Un milagro en tierras de Castilla
– Capítulo catorce: The Golfer who came in from the Virus
– Capítulo quince: Como si fuera el arco de un violín
– Capítulo 16: Qué gallito se pone el líder del US Open
– Capítulo 17: Todos los caminos llevan al tee del 1
 Capítulo 18: Lo que toda Norteamérica (o casi) espera de mí
 Capítulo 19: Rory, criatura, relájate un poco
 Capítulo 20: Un tierno y adorable anciano
 Capítulo 21: Un súper poder en el momento más oportuno
– Capítulo 22: Dos puños que chocan tímidos al salir del green
– Capítulo 23: Las vías abiertas de agua y los dos clavos ardiendo
 Capítulo 24: Un señor pull, pero que muy señoreado…
 Capítulo 25: Una línea bien trazada en el suelo
 Capítulo 26: Adri Arnaus bajaba por la calle del 16…
 Capítulo 27: Rápido, muy rápido, como todo lo bueno
Capítulo 28: Fumando espero a Pay en el tee del 5

*El aspirante es un relato de ficción escrito por David Durán durante el confinamiento decretado por el gobierno de España por la crisis mundial provocada por el coronavirus Covid-19. Se irá publicando por capítulos mientras dure la cuarentena.

No es lo mismo sentirse seguro, confiado, que eufórico. Yo, a pesar de mi juventud, detecté hace tiempo que la euforia es mi principal enemigo en el campo cuando compito. Mi coach, Pello, está de acuerdo. Cada vez que inflo el pecho, algo o alguien normalmente se encarga de reventármelo. Y en esa cuita ando ahora mismo.

Había llegado hasta este tee del 5 con la confianza recién remendada y la actitud reorientada, lúcido y en mi sitio, pero estoy traspasando la línea roja. Confluyen varios hechos que han encendido el piloto de la euforia. El primero, por supuesto, los dos pares en los hoyos 3 y 4, plenos de oficio. El segundo, el triple bogey de Lucius Pay. El tercero, sendos bogeys de Rahm y McIlroy, que acabo de certificar y que me dejan más líder. Y hay un cuarto que se está desarrollando ahora mismo, ante nuestros ojos: el partido de Rahm y Thomas nos estaba cogiendo ventaja, pero la ha perdido abruptamente debido a un serio enredo del norteamericano en este par 3. En sólo cuestión de cinco minutos son muchos los candidatos de renombre que aflojan la soga. Demasiados. Verlo para creerlo.

Una de las máximas de Pello, en el trabajo como en la vida, es aquella que acuñara Rudyard Kipling, la de tratar con la misma y fría indiferencia a esos dos impostores, el éxito y el fracaso. Lo mismo, exactamente lo mismo, insiste mi coach, debe aplicarse a la euforia, reflejo tan refulgente como fugaz del éxito, y al desánimo, primo segundo del fracaso. Hay que aprender a verlos venir, saludarlos si acaso con gélida cortesía y abrumarlos con nuestra indiferencia.

Guille, si salvamos el 5 e incluso hago el birdie en el 6 -primer par 5 del recorrido-, ya no hay quien nos pare, le digo en voz muy bajita a mi caddie mientras esperamos en el tee del 5 a que Thomas cierre su pequeño descalabro -sale con doble bogey-. Él asiente, aunque nada convencido, ladeando después la cabeza y trazando una mueca áspera con los labios. E inmediatamente hasta me siento avergonzado de haber picado en semejante anzuelo.

-Olvida lo que te he dicho -rectifico.

-Oye, como plan era cojonudo, pero es cierto, mejor será que sigamos como estamos, verso a verso, golpe a golpe -apuntala él con tacto. Joder con Guille, está sembrado hoy.

El viento sigue pegando fuerte y ahora todavía nos coge a favor, pero entrando decididamente de la derecha. Y hay que apuntar a una bandera que está precisamente en la esquina larga y diestra de aquel green -tengo unos 186 metros al hoyo-, así que no es ninguna tontería perfilarse hacia aquel lado, apuntando a la playa -de acuerdo: no tanto, pero casi-, pegando a ser posible muy recto y esperando que sea el viento quien se haga con la bola y la lleve hasta el tapete. El viento coge la bola, hasta que deja de cogerla, repite mi padre de tanto en tanto. Y suele añadir: hay que someterlo y, cuando sopla de costado, no diseñar los golpes contando demasiado con su ayuda. Yo, por supuesto, normalmente prefiero no discutir con él al respecto. Valiente tontería.

Lo que está muy claro, tal y como me confirma Guille cuando le consulto, es que no se puede fallar por la izquierda, porque el aprochito a bandera, recibiendo cuesta abajo, es peor que un dolor de muelas -a ese lado acababa de fallar, además, Justin Thomas-.

Siento relajados los brazos, condición indispensable para que yo sea capaz de pegar -y dibujar en mi cabeza- un golpe muy recto. Quizá parezca una tontería, pero yo sé lo que me digo.

Si cojo el hierro 9 -hay que acordarse: no llevo en la bolsa el 8, que sería el ideal-, tengo que apretarlo mucho y temo que se me cierre el disparo, así que elegimos la opción del hierro 7, agarrándolo suave y cortito. Eso es, agárralo suavesito, Chus. Elijo el objetivo, que es el pequeño bunker que está a la derecha del green, situado ya en el pequeño y abrupto barranquito que linda con la playa con un desnivel de unos diez o doce metros. Relajo los hombros y me juro que, una vez me ponga a la bola, confiaré en mi swing y no retrasaré el arranque.

Mi disparo es un auténtico escándalo. El mejor del día hasta el momento, aunque la salida en el 3 no estuvo nada mal. La bola sale tiesa hacia el objetivo y un pelín tendidita, muy bien tocada. Shisst, ha sonado en el impacto. El viento la coge, pero no la desmadeja y aterriza justo en línea con la bandera, un pelín corta, rueda y se va al fondo de aquella esquina del green. Patearé para birdie. Otra vez. Ni tres metros tiene ese putt, se atreve a vaticinar Guille.

Lucius, definitivamente, está muy tocado. Su golpe se queda muy, muy corto; ni siquiera ha llegado al green y la bandera está a 25 pasos del frente. Es más, las diferentes modulaciones y tonos del grito con el que acompaña el swing se le han descompasado y finaliza la secuencia con una coletilla sonora que es un aullido desesperado de dolor. No siento pena ni compasión. Muy al contrario, lo miro y pienso que antes o después regresará en esta misma ronda de golf para ponerme, siquiera unos minutos, entre la espada y la pared.

De repente, me doy cuenta: el enfervorecido Pebble de hace unos minutos se ha tomado un respiro. Quizá se esté lamiendo algunos rasguños. Hasta el viento parece dar una pequeña tregua mientras caminamos hacia el green, lo suficiente como para que escuchemos un cántico alto y claro en perfecto castellano, aunque no sepamos de donde ni de quienes viene:

-A por ellos, oé, a por ellos oé…