Inicio Blogs David Durán Capítulo 31: Pebble, hasta aquí hemos llegado

Capítulo 31: Pebble, hasta aquí hemos llegado

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Hoyo 18 de Pebble Beach Golf Links.
Hoyo 18 de Pebble Beach Golf Links.
– Capítulo uno: Abro los ojos
– Capítulo dos: Jordan sólo decía ‘guau’
– Capítulo tres: Intimidades que no deberían contarse
– Capítulo cuatro: Tiger Woods al rescate
– Capítulo cinco: ¿de verdad seré yo el primero?
– Capítulo seis: El parné, vil y encantador
– Capítulo siete: Como un espectro blanco y difuminado
– Capítulo ocho: Los parias de este circo
– Capítulo nueve: Negro, de arriba abajo
– Capítulo diez: La familia, bien, gracias
– Capítulo once: Lucius y el golf como arte marcial
– Capítulo doce: Sin novedades en el ‘nueve’ titular
– Capítulo trece: Un milagro en tierras de Castilla
– Capítulo catorce: The Golfer who came in from the Virus
– Capítulo quince: Como si fuera el arco de un violín
– Capítulo 16: Qué gallito se pone el líder del US Open
– Capítulo 17: Todos los caminos llevan al tee del 1
 Capítulo 18: Lo que toda Norteamérica (o casi) espera de mí
 Capítulo 19: Rory, criatura, relájate un poco
 Capítulo 20: Un tierno y adorable anciano
 Capítulo 21: Un súper poder en el momento más oportuno
– Capítulo 22: Dos puños que chocan tímidos al salir del green
– Capítulo 23: Las vías abiertas de agua y los dos clavos ardiendo
 Capítulo 24: Un señor pull, pero que muy señoreado…
 Capítulo 25: Una línea bien trazada en el suelo
 Capítulo 26: Adri Arnaus bajaba por la calle del 16…
 Capítulo 27: Rápido, muy rápido, como todo lo bueno
 Capítulo 28: Fumando espero a Pay en el tee del 5
– Capítulo 29: Uno de los dos impostores asoma la patita
– Capítulo 30: Veinticinco minutos redondos, casi perfectos

*El aspirante es un relato de ficción escrito por David Durán durante el confinamiento decretado por el gobierno de España por la crisis mundial provocada por el coronavirus Covid-19. Se irá publicando por capítulos mientras dure la cuarentena.

No hace falta, supongo, recordar que aquella guasa destinada a erizar el cabello de Guille, aquella broma inocente, terminó convirtiéndose en una premonición cumplida, puesto que tres horas después, minuto arriba o abajo, gané el US Open.

Fui el primer jugador español en conseguirlo. El primero, aunque no el único, pues en el tiempo transcurrido desde entonces hasta el mismo momento de escribir estas líneas, agosto de 2042, ya han caído otros dos triunfos más. El de Jon Rahm en Oakmont (2034) y el más reciente de Kostka Horno en Winged Foot (2040). Vaya tres plazas legendarias, de tronío. Pebble, Oakmont y Winged Foot. Así somos de imprevisibles en España. Así somos de chulos. Se abrió el grifo -yo lo abrí, por qué no recrearme en ello- y fluyó la determinación y el convencimiento: es posible ganar el US Open, así que vamos a por ello. Todo muy español, como se ve. Que se lo pregunten a la selección nacional de fútbol, que acaba de ganar hace unas semanas el Mundial y ya suma cinco desde que conquistara el primero, allá por 2010, o lo que es lo mismo, ha ganado cinco de las últimas nueve ediciones y cuatro de las últimas seis (2010, 2022, 2026, 2034 y 2042).

España, qué singular país. Qué extraña y peculiar amalgama de genio, talento, estulticia y cainismo, cueva del fraude político y eco permanente del ‘y tú más’. Así nos iba -cuánto ingenio, aptitudes y recursos derrochados- hasta que de un modo más o menos razonable nos pusimos todos a remar en la misma dirección. Tiene gracia. Lo mismo que el golfwriter norteamericano, Alan Shipnuck, tituló la crónica del sábado del US Open que yo gané con aquel aparatoso ‘The Golfer who came in from the Virus’, en referencia a la lejana pandemia y confinamiento de 2020 y los efectos explosivos que tuvo en mi juego y enfoque vital; lo mismo, decía, podría haberse ya escrito un artículo titulado ‘The President who came in from the virus’, aludiendo a la irrupción radiante de José María Martínez Alameda en aquellas mismas fechas por su notable y honesta gestión del terrible suceso en la alcaldía de Madrid. Desde aquella crítica encrucijada no dejó de crecer como estadista, hasta el punto de llegar a fundar un partido realmente transversal -en el suyo no lo querían; era demasiado brillante-, reuniendo a políticos de todo ramo y perfil, aquellos que, como él, estuvieran obsesionados por la gestión honrada, más que por la ideología, tantas veces coartada o sustento del ‘divide y vencerás’. En 2027 ya estaba gobernando como presidente y su partido no ha dejado de hacerlo, con o sin mayoría absoluta, hasta el día de hoy, reafirmándose en aquel principio básico que mis entendederas, justitas, sólo alcanzan a resumir de la siguiente manera: menos ideología barata y más trabajo serio y concienzudo. No lo tuvieron fácil, pues no lo era aunar tal panoplia de ideas, corrientes y derivadas, pero al fin y al cabo demostraron que no era imposible ponerse de acuerdo en lo nuclear, en lo verdaderamente importante.

Con Alameda he jugado en estos años decenas de partidas de golf, algunas mano a mano. Todavía hoy, cuando él ya ha dado un paso al lado en la primera línea de la brega política, seguimos quedando en el tee del 1. Hubo profesionales que lo hicieron con Eisenhower en el Augusta National. Yo lo hice y lo hago con Alameda en nuestro impagable links de Brea de Tajo, cada vez más cuajado, cada vez más links, milagro castellano. Somos buenos amigos, aunque me doble la edad -él tiene hoy 67 y yo sólo 33- así que por ahí, por la amistad, quizá se me vea el plumero, pero los hechos son incontestables: España es hoy una de las diez economías más importantes del mundo, sustentada sobre todo en un desarrollo vertiginoso de las energías renovables. Y su sistema educativo -la auténtica base de todo, la joya y el verdadero legado-, cuyo consenso absoluto fue grabado a sangre, bilis y fuego, se estudia y se toma como modelo de uno a otro confín. “Seguramente la igualdad sea una quimera, salvo que aspires a igualar a la mayoría a ras de suelo, pero no debe serlo la igualdad de oportunidades”, repite este hombre cada vez que puede. El país compró su mensaje, primero, y luego sencillamente entendió que la inversión trocó en ganga, dados los réditos.

Pero volvamos a lo nuestro y, de entrada, seamos francos: el noventa y siete por ciento de los lectores de esta obra, destinada a convertirse en un best-seller del golf -en la editorial, al menos, están convencidos-, conocía el desenlace del torneo, lo que ocurrió en Pebble Beach aquel domingo 20 de junio de 2032. Muchos, incluso, recordarán detalles y pasajes concretos de mi arrolladora victoria.

Cómo se me torcieron las cosas en el arranque del domingo y fui capaz de darle la vuelta a la situación, tal y como ha quedado aquí narrado.

Cómo el viento y mi poderosa respuesta en los hoyos 5 y 6 desdibujaron a todos mis rivales sin excepción, hasta el punto que Pebble anduvo taciturno, casi mustio, durante las dos últimas horas de juego y aunque también convenga apuntar que lo mío, en el campo, no fue ningún paseo. Cada golpe de más que cogía de ventaja me asaltaba a traición y por la espalda una pizpireta incertidumbre: la caída va a ser peor y mucho más traumática, me decía una vocecita… Los hoyos, sin embargo, iban pasando sin que nadie me azuzara realmente y, además, cada vez que me veía en una situación comprometida -aquel doble bogey en el 14, por ejemplo-, mis rivales directos respondían enseguida con un traspié igual o mayor. La vocecita, por tanto, se iba quedando sin argumentos y en el 17, con siete golpes de ventaja, casi había dejado de escucharla. ¿Qué puedo decir? Jugué toda la semana como los mismos dioses, pero al mismo tiempo los planetas se alineaban cuando más lo necesitaba, sobre todo el sábado y salvo en aquel bronco inicio dominical, ya ve usted, apenas un tramo de dos o tres hoyos.

Cómo Jon perdió la segunda plaza a manos de McIntyre con un bogey en el 18 y, sobre todo, cómo aquel torneo y su tarjeta de 91 golpes del domingo reventaron el prometedor futuro de Lucius Pay, cuyo descenso a los infiernos y posterior y paulatino retorno al olimpo le robaron cinco años de una carrera que, ni siquiera hoy, ya rehabilitado e inquilino casi permanente en el top 50 del mundo, es lo que se esperaba -en su palmarés de majors sólo aparece un triunfo, precisamente el que consiguiera aquel mismo año en el Masters-. Nunca volvió a ser el mismo, como es bien sabido. Aquella arrogancia que no costaba disculpar, aquel brillo inalterable en los ojos que anunciaba hitos y gestas…

Dejó de aullar en los tees y todo se vino abajo. O quizá los tiempos discurrieran a la inversa: se le cayó el mundo encima y, ahogado, perdió la voz. Tiempo le sobra, pues aún no ha cumplido los 32.

Lucius tiene un solo Grande, los mismos que yo. Y va siendo hora de afrontar el propósito de este escrito por el que una editorial me ha adelantado un dineral, porque, como bien sabe el noventa y siete por ciento de los lectores que anden enredados en estas páginas, Pay al menos sigue en la pelea. Lucha, trabaja, espera y desespera. Pero yo no volví a jugar ni un solo torneo después de ganar aquel US Open.