Inicio Blogs David Durán Capítulo 32: El Señor del Golf y el señor de los vientos

Capítulo 32: El Señor del Golf y el señor de los vientos

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Jack Nicklaus.
Jack Nicklaus.
– Capítulo uno: Abro los ojos
– Capítulo dos: Jordan sólo decía ‘guau’
– Capítulo tres: Intimidades que no deberían contarse
– Capítulo cuatro: Tiger Woods al rescate
– Capítulo cinco: ¿de verdad seré yo el primero?
– Capítulo seis: El parné, vil y encantador
– Capítulo siete: Como un espectro blanco y difuminado
– Capítulo ocho: Los parias de este circo
– Capítulo nueve: Negro, de arriba abajo
– Capítulo diez: La familia, bien, gracias
– Capítulo once: Lucius y el golf como arte marcial
– Capítulo doce: Sin novedades en el ‘nueve’ titular
– Capítulo trece: Un milagro en tierras de Castilla
– Capítulo catorce: The Golfer who came in from the Virus
– Capítulo quince: Como si fuera el arco de un violín
– Capítulo 16: Qué gallito se pone el líder del US Open
– Capítulo 17: Todos los caminos llevan al tee del 1
 Capítulo 18: Lo que toda Norteamérica (o casi) espera de mí
 Capítulo 19: Rory, criatura, relájate un poco
 Capítulo 20: Un tierno y adorable anciano
 Capítulo 21: Un súper poder en el momento más oportuno
– Capítulo 22: Dos puños que chocan tímidos al salir del green
– Capítulo 23: Las vías abiertas de agua y los dos clavos ardiendo
 Capítulo 24: Un señor pull, pero que muy señoreado…
 Capítulo 25: Una línea bien trazada en el suelo
 Capítulo 26: Adri Arnaus bajaba por la calle del 16…
 Capítulo 27: Rápido, muy rápido, como todo lo bueno
 Capítulo 28: Fumando espero a Pay en el tee del 5
– Capítulo 29: Uno de los dos impostores asoma la patita
– Capítulo 30: Veinticinco minutos redondos, casi perfectos
– Capítulo 31: Pebble, hasta aquí hemos llegado

*El aspirante es un relato de ficción escrito por David Durán durante el confinamiento decretado por el gobierno de España por la crisis mundial provocada por el coronavirus Covid-19. Se irá publicando por capítulos mientras dure la cuarentena.

De acuerdo. Sería comprensible -hasta razonable- que la mayoría de los lectores hubieran decidido saltarse el ‘calentamiento’, ahorrarse tiempo, dar rienda suelta a la impaciencia, obviar buena parte del libro y venirse directamente a estos últimos capítulos, en los que voy a tratar de explicar por primera vez, diez años después, el porqué de tan estrambótica decisión. ¿Por qué dejé de competir justo después de haber dado el gran salto, después de haber asombrado al mundo?

Vayan por delante tres anotaciones.

La primera. Después de ganar aquel US Open y antes de viajar a España adquirí el compromiso con la editorial Tengolf Books de escribir una narración en primera persona acerca de todo lo que había ocurrido aquella semana. Me advirtieron: la memoria es frágil y caprichosa, así que en cuanto puedas, todavía en caliente, vuelca en bruto y sobre papel los recuerdos. Cada paso, cada conversación, cada trance, cada pensamiento. Y eso hice. Aprovechando el largo viaje de vuelta a casa, casi rellené un cuaderno. A la vieja usanza; papel y boli, tanta Susy y tanta mandanga. Luego, según se iba haciendo realidad el mutis, mi huida, dejé de verle sentido a tal empeño. No me parecía honesto armar la obra sin dar al menos alguna pista del porqué de mi retirada del golf de alta competición, y en aquellos momentos no estaba dispuesto a darla. O mejor: no era capaz.

Eso sí, aquellos apuntes que vomité en caliente, retocados, actualizados -cuando ha sido necesario- y por desgracia restringidos a los de la jornada final, para no abusar demasiado de la paciencia de nadie, son los que han dado forma concreta a los primeros treinta capítulos, con intromisiones paralelas y necesarias, algunas redactadas incluso en tercera persona, que ayudaban a contextualizar o a explicar, por ejemplo, mis orígenes.

La segunda. Diez años después debo puntualizar que no existe una primigenia razón o causa única de mi abandono del golf de alta competición -porque jugar lo he seguido haciendo siempre, como también es bien sabido-. Nadie se alarme, puesto que la alternativa es en realidad mucho más interesante: más que una causa hubo un conjunto de ellas, un proceso al que se iban añadiendo razones de mayor o menor peso y que confluyeron en el sabotaje de mi supuesta carrera hacia la gloria.

La tercera. Debo reconocer que hasta hace bien poco, unos meses atrás, quizá un año, pero no mucho más, no he reunido el arrojo necesario para ponerme a la tarea de contar nada. Hay otra manera de explicarlo: supe muy pronto que tal determinación había sido acertada, pero todavía pesaba demasiado en mi subconsciente el temor al que dirán, a que se me tachara de melindroso, cobarde o tibio. También puedo adelantar que la actitud de mi padre al respecto, tajante y severa, no ayudaba nada…

El pobre. Se pasó años vaticinando a quien quisiera escucharlo -amigos y periodistas, sobre todo- que era inminente mi regreso al máximo nivel. Llegó a anunciar una fecha concreta de mi retorno casi dos años después de la espantada y, cuando le pregunté de dónde había sacado la información y si era consciente de la irresponsabilidad perpetrada, se limitó a posar sus manos sobre mis hombros y a susurrarme con voz queda, mira hijo, ya está bien de pamplinas, tú lo que necesitas es un empujón, que alguien que te quiera piense en tu futuro, en tu estabilidad, que decida por ti, y quién mejor que tu padre para hacerlo, así que hazme caso, ponte las pilas y vamos a por ello…

Pero aparquemos de momento a mi padre y vayamos con los hechos. Que ya es hora.

En 2032 se cumplían sesenta años desde que Pebble Beach acogiera por primera vez el US Open. En siete ocasiones la USGA había llevado su torneo estrella a aquella despampanante esquina del litoral californiano. Jack Nicklaus ganó en 1972, año del estreno, Tom Watson en 1982, Tom Kite en 1992, Tiger Woods en 2000, Graeme McDowell en 2010, Gary Woodland en 2019 y yo en 2032. Como quiera que, afortunadamente, los seis ganadores anteriores estaban vivos -Jack, el mayor de todos, todavía paseaba sus 92 años con cierto donaire-, la USGA y Pebble Beach Company se afanaron en reunirlos a todos y en cerrar con una televisión un contrato millonario para la elaboración de un jugoso documental. Por tanto, ya habían anunciado con anterioridad, a bombo y platillo, el homenaje que tendría lugar el lunes, un día después de conocerse el nombre del séptimo ganador. Como ya quedó explicado, el simple hecho de participar en el aquel US Open te obligaba bajo contrato a viajar a Las Vegas en Hiperloop si eras el líder después de la tercera jornada, el sábado, pero también a quedarte un día más, el lunes, si ganabas el torneo, precisamente para completar aquella magna reunión de campeones, todo un hito histórico.

No hace falta señalar que el viaje en Hiperloop, interesante en todo caso, no me hizo demasiada gracia, pero la posibilidad de compartir una jornada entera con tal elenco de leyendas era poco menos que un sueño -por no hablar de la grosera cantidad de dólares que ingresé por ello-. Además, como quiera que yo era el flamante ganador y gastaba la insultante edad de 23 años, los grandes mitos se volcaron conmigo, me prestaron todo tipo de atenciones y, en definitiva, superaron ampliamente las expectativas más altas que pudiera tener.

De paso, tal y como voy a tratar de explicar, algunas de sus más directas y sencillas confidencias, así como determinados pormenores que palpé o percibí, quizá fueran el origen de la posterior e inmediata zapatiesta vital que iba yo a sufrir. Seamos más precisos: no diría yo tanto el origen, o no al menos un origen consciente, porque cuando me marché de Estados Unidos ni siquiera existía un esbozo de duda o incertidumbre acerca de mi futuro. Aquellas confidencias y detalles serían más bien, con el paso de los días y las semanas, puntuales y oportunos sostenes del plan primordial que mi espíritu y mi carne urdían.

-Guau, a quién tenemos aquí. El señor de los vientos, ¿puedo llamarte así? Enhorabuena, muchacho.

No es la traducción literal -qué rabia me da no recordar sus palabras exactas en inglés-, pero este fue a grandes trazos el saludo con el que me recibió el gran Jack cuando nos presentaron el lunes a las ocho de la mañana, allá, en Pebble. Honra, honor y gloria al auténtico e irrepetible Señor del Golf.